jueves, 10 de febrero de 2011

Guillermo Scully, in memoriam

LAS FORMAS, EL COLOR Y LAS AMIGAS
Francesca Gargallo
Guillermo Scully Fuentes era el padre de mi hija y era mi amigo, uno de aquellos con los que me divertía más: la más estrafalaria mezcla entre un indiscreto absoluto y un hombre púdico.
Era un pintor que sacaba su pluma y su tinta china en la mesa de la cocina mientras cinco personas preparaban la cena, que se indignaba junto con la feminista hondureña Melissa Cardoza por el fondo feminicida del neoliberalismo, que invitaba a sus amigos Fito y El Negro a rescatarlo del amor que lo atrapaba y con el cual pasear de cantina en bar en covacha por la noche implicaba un salto en el tiempo y la posibilidad de escucharlo decir: “Yo soy el Aleph; sólo yo soy tan puro y puedo caer tan bajo como el Aleph, Borges me inventó”.
Guillermo dibujaba el movimiento y caminaba, captaba sobre papel el baile, los saltos, el correr por los cañaverales de mujeres-ménades y hombres-espartacos indo-afroamericanos. Hace unos veinte años nos pasábamos las tardes en el Salón Colonia; era un fan de los Hermanitos Caramelos enfundados en sus trajes celestes y verde pistache que bailaban danzón como una pareja de ángeles, pero sobre todo estaba intentando captar la sensualidad de una mujer muy bella, muy vieja y muy gorda, que trasudaba melancolía al mover sus brazos con la cadencia del amor perdido. A las 11 de la noche, el salón cerraba y nosotros emigrábamos hacia el estudio de su amigo Fabián Rizzo, un parque, la Casa de René, una fiesta de cacatúas intelectuales, el Zócalo, la sobremesa de una conferencia sobre el Quijote organizada por Luis de la Torre, una boda de desconocidos donde nunca supe cómo él era el invitado más atendido, el hermosísimo penthouse de Jorge López Páez o la casa de su amiga Virginia, desde siempre enamorada de su Flaco. Guillermo necesitaba ahogar en amigos la soledad que tanto lo asustaba.  
Amaba a algunos pintores con la ingenuidad del aprendiz y la presencia del colega; que me diga Javier Arévalo si en algunas ocasiones no lo obligó a una serísima reflexión que luego lavaron con litros de mezcal. Pero era tímido como un campesino y era incapaz de presentarse en el estudio o la vida de alguien que no hubiese conocido bebiendo o al que no fuera presentado formalmente; por lo tanto, siempre se quedó con las ganas de hablar con Francisco Toledo.
Los instrumentos de viento, a cuya pomposidad y estridencia se parecía tanto, lo enamoraban como los bellos zapatos. Le decía a otra apasionada de los calzados, su amiga Amalia Fischer, la feminista lesbiana que escogió por hermana de reflexión antimisógina: “Quiero ser capaz de mover las ondas sonoras del trombón sobre el papel y hacer que los pies de mis bailarines muestren el brillo de sus zapatos”. Luego se mostraban uno a otra esos tenis converse planos que calzaban (y que son los únicos que usa mi hija, probablemente por un afectuoso afán de imitación).
Últimamente nos veíamos poco, yo me la paso viajando y, cuando no, leyendo o durmiendo por las noches. “Ay doctora” (me llamaba doctora con el mismo irreverente tonito con que llamaba Nananina a la literata Aralia López y “negróloga” a mi maestra Luz María Martínez Montiel, para cuyo museo ofrendó una díptico de Adán y Eva afromexicanos), “Ay doctora, estoy a punto de dar el salto. Lo siento, lo siento”, me decía cuando venía a esperar a su hija para llevarla a comer a uno de los nuevos restaurantes de la Condesa o a un cuchitril sobre Medellín donde fríen el pollo con un aceite que le recordaba la cocina de sus tías zapotecas.
María Romero nos contó a Rosario Galo Moya y a mí que cuando llegó de Sinaloa a La Esmeralda, Guillermo fue su primer amigo. La llevaba por los bares del Centro Histórico protegiéndola de los borrachos a los que toreaba con pases fantásticos: “Fue mi primer amigo en el DF y todas las calles del Centro llevan para mí sus pasos: él me enseñó a ver a las piedras y a su gente”. Su otro gran amigo pintor, el mexiquense Carlos Gutiérrez Angulo, de pocas y casi asustadas palabras, subrayaba lo dicho por su amiga: “El maestro Scully es el mejor dibujante de mi generación. Sí, es un dibujante: para él el color es un accidente de la forma; pero así como ha caminado todas las calles del centro, supo lanzar sus manos detrás del trazo en todos los papeles. Scully caminaba y dibujaba con la misma intensidad”.
Pedir anécdotas sobre la vida de Guillermo a sus amigas, primera entre ellas a su hermana-cómplice Gisela, es como pedirle sal a la mar: las hay en abundancia. Quizá porque en nombre de una noche de amor era capaz de perdonarlo todo y de las personas sólo vivenciaba y recordaba lo bueno, como de su engreído compañero de prepa Christopher Domínguez, quien, como cumplido militante, intentó inscribirlo al Partido Comunista Mexicano una tarde saliendo de las aulas del UNITEC.
A su hija, a mí, a Ruth García-Lago con quien vivió por ocho intensísimos años, a sus cientos de amigas y amigos, y quizá a alguna de esas novias que supieron quererlo a pesar de que como compañero fuera insoportablemente inaprensible, nos quedan sus pasos. Su más precisa enseñanza fue que quien anda en auto pierde el movimiento telúrico que se siente cuando los pies se deslizan por la tierra o el asfalto, que el arte es un paso dado. Sí, Guillermo Scully también era un ecologista.
Y fue el entrañable cómplice de Osvaldo Caldú cuando, entre calderos y fogones, el chef argentino cofundador de GULA decidió actuar contra la invasión de Irak y llamó a comer a los y las que luego formaron el grupo Arte en Guerra contra la Guerra.
Y era el fundador, inventor y único portavoz del Neosurrealismo Lúdico, movimiento pictórico que se sacó de la manga cuando su amigo Gibrán Bazán lo entrevistó acerca de una tela con sus rostros mestizos insertos entre lunas elefantes dromedarios y esferas, imágenes que le recodaban a Leonora Carrington tanto como a Guayasamín.
Y el convencido donante de obras para la lucha contra el feminicidio en Ciudad Juárez, el DF y Guatemala. Y el amante de la poesía de Kavafis en las noches de insomnio, de los versos de Xhevdet Bajraj en la colonia Roma y, en la Santo Domingo, de los de Eduardo Mosches. Y el papá que cuidaba que su amada Helena no bebiera más de una cerveza en fiestas donde el mezcal corría por litros y que él amenizaba bailando como un John Travolta tropical, cayéndose de mesas y sobre pisos encerados. Y el apasionado de los jazzes étnicos de todo México (cuando no de las más caseras grabaciones beliceñas o venezolanas). Y... Guillermo era también, y también, y también.

Un viaje  de colores
Eduardo Mosches
  
                                    A Guillermo Scully y su despedida
                                        5 de febrero 2011
                                   

El saxofón lanzó al aire en la estridencia musical
un amarillo envuelto en un limón , mientras el pintor
transformando   notas musicales,
pincelaba  por el tejido entramado de la tela para crear
historias de antiguos cabarets

Entre cuentos plenos de vértigo
narrados en la noche,
 jugaba al  perderse en  volteretas ,
 acompañado de esa niña que saltaba
en la cuerda de la sonrisa, mientras como padre
transmitía leyendas  en tonalidades amorosas

 Embadurnar en  largos lienzos risueños 
que se hacían faldas, para cubrir rodillas de mujeres,
destellos de caderas en el eclipse de las luces,
 los amores se urdían en esmaltes  y pigmentos,
jugueteaban con la música lanzando anilinas mordaces ,
 el pintor relataba historias y vivía otras


La lumbre de copas nocturnas
hacían sombras,   
en  escalera ascendente ,
rumbo a la luna rebanada ;
él  deambulaba sensual,
 sin rumbo a pasiones deseadas,
 de puerto en  puerto.

En un momento de descuido
cruzó la inesperada línea de lo otro,
se lanzó a navegar junto a Caronte,
 bebieron  mezcal y fumaron un cigarro.

Se despidió con brusquedad,
golpeó sin avisar en la puerta del no retorno,
 dejándonos en compañía de sorpresa,
mi  asombro está colmado de dolor.

 Puede que después de las lluvias salga un arcoíris.

Guillermo Scully, pintor (1961-2011)

Ignacio Trejo Fuentes


La madrugada del cinco de enero falleció, a consecuencia de un infarto, el artista plástico Guillermo Scully Fuentes. Nació en 1961 en la Ciudad de México, aunque vivió en su niñez en Córdoba, Veracruz, de donde su familia es originaria.

Guillermo estudió en La Esmeralda, y se le consideró artista figurativo a veces, expresionista otras; y algunos críticos lo etiquetaron como neosurrealista. La verdad es que soy lego en asuntos de artes plásticas, mas eso no me impide decir que disfruté cuanto trabajo de mi amigo conocí: lo vi trabajar en plena madrugada sendos cuadros que requería para completar la exposición de parte de su obra la tarde siguiente en una galería capitalina. Era asombroso atestiguar cómo de un lienzo inmaculado iban surgiendo figuras que, literalmente se movían, bailaban. Porque su temática central era precisamente la música, el baile. Decenas de músicos de fisonomía caribeña, mulata, casi negra, aparecen en los cuadros de diferente formato del artista tocando saxofones, flautas, tambores; sobre todo saxofones. Y también se aprecian racimos de bailarines con la misma fisonomía entregados a los exquisitos delirios del dance. En los lienzos de Memo se respira la rumba, el jazz y el danzón: pareciera que quienes apreciamos los cuadros estamos ahí, arrobados por la orquesta o por el trío…

Conocí a Guillermo hace muchos años, y hace por lo menos quince escribí sobre él en mi columna “Salivero” del suplemento sábado, del diario unomásuno. Como no era —ni soy— experto en esa materia, destaqué algunas de sus cualidades como ser humano, como amigo. Era un hombre muy guapo, y tuvo siempre un éxito arrollador y envidiable con las damas. Si a eso agregamos su proclividad a recorrer restaurantes, cantinas, “antros” y todo lugar que oliera a fiesta o a pecado, y su generosidad a toda prueba, podría entenderse ese halo de felicidad que solía rodearlo. Contaba chistes asombrosos, para especialistas, y puedo asegurar que fui de sus celebradores preferidos. Él y yo nunca hicimos una cita, porque sabíamos que habríamos de encontrarnos en el sitio y a la hora menos imaginados.

Precisamente el fin de semana previa al de su muerte estuve con él (y con los escritores Javier García-Galiano, Marcial Fernández, Víctor M. Navarro, Carlos Miranda, Óscar Cossío, Vicente Francisco Torres, Rafael Vargas Pasaye y otros amigos) en una cantina; luego, algunos fuimos a su estudio (que es bellísimo, casi una galería, decorado con un gusto exquisito) y más noche a un lugar donde se puede conversar, beber y bailar toda la noche. No sabíamos que era nuestra despedida definitiva. Nos invitó a celebrar su medio centenario de vida y a inaugurar su estudio el próximo seis de marzo. Brindaremos y bailaremos en su honor (en su velorio hubo tragos, y música con jaraneros veracruzanos). Tenía en puerta exposiciones en México y en Europa.

Con la escritora Francesca Gargallo procreó a Elena, quien debe tener quince o dieciséis años: a ambas les envío un sincero abrazo solidario. Descanse en paz el gran Scully.


El Scully se pintó de colores
A pocos días de cumplir 50 años, falleció el pintor mexicano Guillermo Scully. Egresado de la mítica Esmeralda, fue un sumiso militante de la bohemia en bares, tugurios y cabarets, donde halló la plástica perfecta para desarrollar sus obsesiones. 


Foto: Helena Scully
No es insólito que en cientos de casas, cafeterías, galerías o salas de subasta ahora mismo haya un Scully colgado o a la espera de ser exhibido o negociado. Y es que sumado a su prolífica carrera y una obra que cotizaba al alza en el mercado de arte, el pintor figurativo —que chambeaba con jazz de fondo— solía ofertar (malbaratar) sus creaciones por la zona centro de la capital mexicana. Como casi ningún amigo, restaurantero o galerista rechazaba sus ofertas, a Guillermo nunca le faltó cash para comer en la cantina, merendar en el bar y culminar el día con un desempance en cualquier pista de baile.
Quienes conocimos al pintor lo recordamos como una persona amable a la par que elegante, de voz pausada, profunda y detalles, como su tupido y bien cuidado bigote, dignos de un exquisito dandy. Cierta tarde de perros, un mesero de la cantina El Centenario, sin que se lo solicitara, llegó a mi mesa con una cuba y los cantantes de boleros detrás. Bebida y complacencia eran cortesías de un amable Scully, quien desde el extremo contrario del local levantó su jaibol y me guiñó un ojo para completar el detalle.
Hijo de istmeños nacido en el DF (aunque a veces mintiera al ubicar a su ciudad natal en Veracruz, incluso Cuba), la fiesta, el arte y las mujeres no sólo tenían prioridad en su vida, sino que pocas cosas fuera de eso despertaban su expandida curiosidad.
Desde su infancia en Córdoba, Veracruz, donde se aficionó al café, al Scully lo sedujeron la gente y la pintura. De dibujar todo lo que veía en la calle, y tras su paso posterior (1980-1985) por la Escuela Nacional de Artes Plásticas, trasladó su oficina a las mesas cercanas a las pista de baile o bajo el escenario en los clubes de jazz, donde explotó su afán extrovertido y cachondón en trazos donde convivían ficheras, pachucos, gánsteres, doñitas, tertulianos o cantineros, junto a músicos de jazz o rumba. En muchos de los cuadros del Scully —fundador de la escuela del neosurrealismo lúdico— destaca la efervescencia erótica, el movimiento permanente y continuos homenajes a la exhuberancia tropical de las culturas afrocaribeñas. Siempre tuvo tiempo para el baile elegante y respetuoso, aunque profundamente lascivo y en un contexto infernal, que para él era producto de primera necesidad. Al ver un lienzo, mural o esbozo de Guillermo, daban ganas de treparse a ese colorido tren y compenetrarse con las decenas de caderas que oscilaban al capricho de la orquesta. Fue en un cabaret donde lo encontré pintando.
Comprometido con la ciudad y sus ambientes, Scully (quien tomó tanto el apellido como el gusto por beber cerveza en galón de su abuelo irlandés), plasmó la estética fichera, hoy relegada a los giros negros en decadencia. Él, que sufría de una profunda adicción por el México bohemio, lo mismo se presentaba como cliente frecuente de un bar de moda en la Condechi, que reiteraba sus pasos en las más legendarias cantinas o lupanares donde retrataba movimientos y gestos, fiel a su encomienda de cronista que insiste sobre la cadencia del ligue y la multiculturalidad de las danzas.
Su desordenada y cabaretera existencia le provocó conflictos permanentes con sus parejas, que ni con castigos conseguían redimir al salvaje que lo habitaba. “¡No me dejes encerrado en la calle!”, gritaba con una mezcla de humor y angustia a una de sus concubinas que una madrugada decidió no abrirle más.
En días anteriores el pintor preparaba emocionado la fiesta de su cumpleaños número 50, la cual ya no pudimos celebrar. Una lástima que tanto el festejo mismo como el mito que él ayudó a construir se vieran truncados por un inesperado infarto al miocardio. Tiene mucha razón el colega Marcial Fernández cuando afirma: “Sin Guillermo Scully la plástica mexicana y la vida nocturna de la ciudad de México serán mucho menos divertidas”.
Juan Alberto Vázquez
       
Cultura
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Murió el pintor Guillermo Scully Fuentes
Merry MacMasters
Periódico La Jornada
Miércoles 9 de febrero de 2011, p. 5

El pintor Guillermo Scully Fuentes falleció el pasado 4 de febrero a los 49 años tras sufrir una caída. Nacido en 1961 en el DF, Scully estudió en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda, de 1980 a 1985.
Pintor figurativo, artista riguroso y extrovertido, sus cuadros encierran el ímpetu de la cultura popular abordado desde el punto de vista de la música latina y el baile de salón. En sus lienzos la energía del sax y las trompetas influyen hacia el centro de una expresión catártica, y el baile deriva los más cálidos escarceos y las miradas comprometidas a la idea fija de un amor posible y arrebatado, se puede leer en una descripción de la Gouda Gallery. Su obra ha sido calificada de neorrealismo lúdico.
De Scully también se ha escrito: “En las décadas del ‘camino a Itaca’, ha reflejado su vasta experiencia, aventuras por los salones de baile y admiración por el silencioso lenguaje de los cuerpos danzando, la cadencia que le da la música en la pasión de un tango, con el carácter caribeño de la cumbia o la elegancia del danzón, y desde la musicalidad que corre por las venas de las distintas razas, mostrando rasgos, volúmenes y colorido.
Sin temer a lestrigones ni a cíclopes nocturnos, hace sus rigurosas visitas a las tres, cuatro o hasta siete casas, desde el café hasta los salones de baile, fuente de su inspiración (...)

domingo, 6 de febrero de 2011

Una terrible interrupción en este viaje

La Paz, 4 de febrero de 2011

Queridas y queridos amigos, vamos a interrumpir este viaje por la Pachamama, nuestra América querida, cuyo suelo acariciamos con nuestros pies viajando. El papá de Helena, el pintor y amigo Guillermo Scully, ha muerto esta mañana de un infarto. Helena no puede entener el por qué, por qué, por qué su Corpolito se le ha ido. No entiende por qué no tuvo el tiempo de escuchar todo lo que ella ha aprendido en este viaje y quería contarle, por qué no tuvo tiempo de enseñarle a pintar. Por qué si ella lo amaba tanto. Por qué no pudo alcanzarnos como pensaba hacer en Buenos Aires el 5 de marzo, para festejar juntas sus 50 años. Pensamos que debemos ir a despedirnos de él, mandarle un mensaje de paz, de luz, de amor. Mañana por la noche estaremos en México y estaremos ahí hasta despedirnos de él, de su tierra, de nuestras parrandas, de su sonrisa, de la intensidad del movimiento que sabía plasmar en sus cuadros.

Ciudad de México, 6 de febrero de 2011
Mis queridas y queridos amigos amados:
el viaje de La Paz a la Ciudad de México ha sido un doloroso camino de aprendizaje. Helena no podía entender, no deseaba hacerlo, no quería aceptar que su padre había, está muerto. Hemos debido detenernos en varios aeropuerto (Santa Cruz, Panamá) donde en las largas horas de espera se asomaba la negación ("está en el hospital", "es una broma de pésimo gusto porque tiene ganas de volvernos a ver") o donde se manifestaba una pena muy honda porque con sus cortos 49 años Guillermo no tuvo el tiempo de terminar de enseñarle a pintar y de mostrarle todas las cantinas, todos los cafés, todas las galerías, todas las calles de su muy amada y muy pateada ciudad de México. 
 
Cuando llegamos a la ciudad,al ver que Tibas y Ruth fueron por nosotras, Helena se quebró. Lloraba y lloraba. Mi pequeña adoraba a su padre y me dijo que esta es la primera vez en que él no iba a ir por ella al aeropuerto a su llegada de un largo viaje y que nunca más iba a hacerlo. Me dijo que para ella ya no existía eso de volver a casa, porque "eso" significaba volver donde papá.
 
Al llegar a la funeraria el dolor ha sido intensísimo. Helena se ha abrazado al ataud del padre y ha llorado durante horas. Y todas las personas presentes, casi 200, hemos llorado con ella.  Su dolor se le vía en el físico, su cuerpecito delgado temblaba y se retorcía.  Por suerte las tías y los tíos, sus amados primitos, en especial Hugo, sus amigas y amigos, Coquena, Isabel y Mariana, su amada Susan, la maestra de preprimaria, la han abrazo mientras lloraba, dejando que se desahogara pero sosteniéndola. Luego vinieron los músicos y hemos bailado y cantado en honor de Guillermo.
 
A las 11 de la noche se han llevado a Guillermo para el crematorio. Helena se abrazó del ataud, no quería no volver a ver a su padre. Aquello ha sido terrible.
 
Nosotras hemos dormido donde Ruth esta noche. Ninguna quería dejar sola a Helena, queríamos a la vez que hablara, que riera, que se sintiera apapachada y que descansara. Las cenizas de Guillermo han dormido con nosotras, en la sala con un vaso de agua y una luz para su camino.
 
La verdad es que la presencia de Ruth le hizo un gran bien a Helena. Como dijo Julieta en La Paz, Helena tiene muchas amigas, madres, una entera familia feminista que la rodea y la ama. Ahora duerme. Cuando despierte nos iremos a estar a la casa de Guillermo, ya que la nuestra la hemos rentado pensando que este año de viaje nunca se interrumpiría por un hecho tan dramático.
 
Para ella ha sido un enorme consuelo saber que su padre era muy amado, que sus amigos estaban ahí, que le había dejado una herencia de amor que ahora la enriquece. Parece ser que, mientras nosotras volábamos, casi 1000 personas llegaron a despedirse de Guillermo; su hermanita Gisela estaba aturdida del dolor y la confusión.
 
No sé cuántos días nos quedaremos en la Ciudad de México. Yo debo y quiero terminar mi recorrido por Abya Yala con Helena, queremos volver a La Paz con la hermana Julieta, querida, fuerte, que nos ayudó a iniciar este terrible viaje. Pero siento que el duelo de Helena es en este momento lo primero. No sé cuántas cosas habrá que hacer ahora, intentar no perder la casa de Guillermo, que había sido la de los abuelos, y que él no había terminado de comprar. Deberé rastrear los cuadros que Guillermo dejaba en diversas galerías (y él ni siquiera guardaba los recibos.... el último pintor romántico de la Ciudad de México).
 
Y sobre todo me toca sostener a mi bella, dulce y buena hija que nunca hubiera imaginado huérfana a los 16 años.
 
El martes por la tarde vamos a hacer un ritual de paz, para que el camino de Guillermo sea de luz, con nuestra amada Irma. Si quieren acompañar a Helena con sus meditaciones, buenas intenciones, rezos y afectos desde donde están...
 
 

lunes, 31 de enero de 2011

Por el Titicaca


Un lago de casi 9 mil kilómetros cuadrados a 3800 metros sobre el nivel del mar influye el clima, la vegetación y la agricultura de sus alrededores por unos 60 mil km2, una región más grande que muchos países centroamericanos. El Titicaca es un transformador impasible, una fuente de vida, un mar interno, con tanto de oleaje y barcos de remos. 
Para escapar de la sumisión al imperio incaico, un pueblo rivereño de cultura aymara engendró a Los Uros, las “personas del agua”, quienes fundaron islas flotantes de totora, esa fuerte hierba que crece en las frías costas del norte de Perú y en lagunas y lagos de los Andes centrales. Con la totora, el pueblo que fundó las ciudades de Caral, hace 5000 años, ya tejía cestas para cargar las piedras con que construyó los terraplenes de uno de los complejos urbanos más antiguos del mundo. Con la totora, los Uros de hoy reconstruyen casi a diario sus islas, tejen esteras, amarran haces para dar forma a sus barcos.
Así como la frontera de la costa entre Ecuador y Perú es una frontera física, visible -de un lado hay un pasto verde y del otro el desierto-, la frontera entre Perú y Bolivia es imperceptible. De no ser por un puesto fronterizo a la mitad de una calle y oficiales de migración vestidos de colores diferentes, una podría no percatarse de haber cambiado de país. Puede seguir caminando entre terrazas de cultivo milenarias, escuchar de repente los acordes y sonidos de bandas que se preparan para la fiesta de la Virgen de la Candelaria, que se celebra el 2 de febrero con bailes y diableadas en Puno tanto como en Copacabana, donde señorea la patrona de Bolivia, pintada según la tradición por un principal aymara, Tito Yupanqui, después de que la virgen se le apareciera; hasta puede comer las mismas deliciosas papas, la misma sopa de quinua o de zapallo (calabaza) y esos asesinos de animalitos que se llaman a sí mismos carnívoros pueden seguir devorando cuis y otras bestiolas de tierra y de agua dulce. Una puede… hasta llegar al primer poblado y darse cuenta que sí existe algo distinto, un gesto, una voz segura, una serenidad del lado boliviano que es desconocida en Perú. Hay escuelas con pintas, niñas corriendo detrás de sus hatos de cabras, vacas o llamas que te saludan con un gesto de la mano (de fines de diciembre a marzo las escuelas están de vacaciones), puestos de salud y los mismos buses para todas las personas, sean bolivianas o extranjeras. Los precios también varían, siendo Bolivia mucho más barato que Perú en comida y alojamiento.
Subidas a un barco, llegamos tras doblar una larga península, a la Isla del Sol, una de las muchas islas del Titicaca, donde el sol dejó sus pisadas convertidas en roca, y desde donde según mitos aymaras y quechuas salieron los primeros Incas, o hijos del sol. En frente está, pequeña y verde, la Isla de la Luna. Desembarcamos en el lado norte, y con Helena nos ponemos a pasear entre bahías de arena blanca, casitas de piedra y bosques de eucaliptos. Pronto nos dirigimos por recomendación de un campesino hacia las construcciones religiosas que elevaron al sol los pueblos de la isla en el siglo XIV. Por una hora mientras el sol juega con las nubes en el horizonte, haciendo estremecer a Helena que odia estar mojada al punto de ponerse de mal humor sólo con la idea de recibir lluvia en la cabeza y la ropa, caminamos mirando un lago que recuerda el mar Mediterráneo de mi infancia, verde a la orilla, azul intenso a lo lejos. Muros y terrazas de piedra se suceden unos a otros, bordando la tierra y dejándola dibujada con la perfecta geometría de las construcciones agrícolas andinas. A pesar de que, aunque bajas, las colinas de la isla nos han elevado a 4200 metros sobre la altura del mar, y nos toca caminar despacio para no quedarnos sin aire, nos sentimos bañadas por el placer de estar solas en una naturaleza amiga. Las puertas que permitían acceder a la piedra grande, al altar y a un templo de observación nos ofrecen la posibilidad de volver a sentir ese agradecimiento por lo existente, ese sentir la unidad de la vida que hace tres años vivenciamos en Tibet y que no es religiosa, sino profunda, físicamente espiritual. Tenemos ganas de abrazarnos a las piedras, a la tierra, de seguir caminando. Por la noche, porque todo siegue siendo perfecto, encontramos un cuartito donde descansar tan pequeño que apenas cabe la cama, pero con un ventanal hacia la playa. Nos dormimos como bebés mientras la noche desciende sobre el agua tiñéndola de morado.
Por la mañana desayunamos sentadas en la arena a orilla del lago. Dos barcos de remos se caracolean frente a nosotras, mientras los pescadores lanzan sus redes. Poco después emprendemos la travesía de la isla de norte a sur. Por dos horas caminamos pasando por todos los climas de un verano tan frío como un final de otoño en la bahía de Nápoles. Helena hasta tiene la oportunidad de gruñir y estar a punto de volverse cuando nos alcanza la lluvia y un fino granizo que pone en riesgo los perfectos campos de papa, maíz y flores. Pero pronto vuelve a salir el sol que nos seca en menos de 20 minutos. Seguimos caminando. Desde un promontorio dominamos con la vista el costado este y el oeste de la Isla, al fondo la costa de Perú y la de Bolivia. Cruzamos un par de pueblos devorados por el incipiente turismo, donde por primera vez unos niños nos piden caramelos y dinero; los primeros los compartimos, el segundo les decimos que no se lo vamos a dar porque no han trabajado por él y no tienen por qué pedirlo si sus madres y padres les dan lo necesario. Una niña nos dice que tenemos razón pero que así las han acostumbrados los viajeros.
Hacia el medio día, alcanzamos el templo del sol en el sur. Cruzando la puerta trapeziodal central, en el altar encontramos muchas ofrendas de cigarros y hoja de coca. Dejamos un caramelo de coca y un higo seco, las pocas delicias que nos quedan. Luego nos dormimos en un muelle esperando el barco que nos devolvería a la costa.
Por la noche un bus nos lleva a La Paz. En la terminal central nos espera Gustavo Cruz, alegre y sonriente. Nos vamos por una cerveza, su entusiasmo por estar revisando y estudiando la biblioteca personal de Reynaga se le sale por los poros. Cuando le comento que en Lima me encontré con Aníbal Quijano y que su personalidad, sus ideas, el trato y la interlocución que tiene con estudiantes, colegas, intelectuales e integrantes de redes indígenas de pensamiento me dejaron muy gratamente sorprendida, sobre todo su propuesta de considerarnos entre nosotros, los alumnos-colegas-dialogantes con Horacio Cerutti en México, con nuestra permanente reflexión sobre las formas que toma el pensamiento y la acción en Nuestra América, y su círculo de debate sobre colonialidad, descolonialidad y deconstrucción de la idea de raza en América Latina, como “redes parentales”, a Gustavo le brillan los ojos. Para su filosofía, que se centra en la definición de una estética de la liberación, el trabajo sobre la idea de raza que llevan a cabo Quijano y las personas con quien interlocuta es de extrema importancia. Finalmente nos vamos a dormir. Mañana le hablaremos a Julieta, nos iremos al mercado de las Alacitas, esperaremos a Silvia Rivera. Mañana, hoy La Paz brilla de lucecitas en la noche.


jueves, 27 de enero de 2011

Puno!

                                                          Dejando el Cusco de madrugada




                             En el bus que sube de Cuzco a Puno: no podía decirse que faltaban cotorras.




               Preparándose para tocar y bailar el 2 de febrero en la gran fiesta de la Virgen de La Candelaria


                                     En la bahía cerrada que da acceso al gran Titicaca en Puno















                                                                       Totora












En Los Uros: pequeñas islas artificiales construidas por los hombres y mujeres del agua (eso significa Uros en Aymará) con totora. La historia oral asevera que los Uros fueron construidos por los pueblos ribereños que no quisieron caer en manos del imperio incaico y que se retiraron a vivir de la totora y la recolección de huevos (hay cientos de pájaros que anidan en la totora) en el lago.






                              Nuestra amiguita Melanie, que canta, juega y conversa con mucha sabiduría.



Alrededor del gran Tititcaca, hacia el noroeste se extiende una enorme llanura, o Pampa del Qollao, donde hay desde cultivos de papa, maíz, trigo, alfalfa para las vacas lecheras (¡qué quesos frescos!), hasta zonas lacustres donde bandas de flamencos rosas sólo se alzan en vuelo si Helena los persigue.

Esta pampa de altura era el centro irradiador de la cultura Qolla antes de la llegada de los inkas. Aquí, en el Atunqolla, su mayor dirigente introdujo en el siglo XIII el pastoreo de llamas y alpacas para transporte, carne y lana .






En la península de la laguna Umayo, a unos 34 kilómetros de Puno, los Qollas (cuya cultura floreció entre 1200 y 1450 d.e.c.) erigieron este lugar de descanso. Sillustani, en efecto, significa descanso en aymara, y en él se erigieron estas chullpas o tumbas colectivas. Son torreones circulares de piedra levantados para albergar los restos mortales de las principales autoridades, mujeres y hombres, del Qollao. Algunas alcanzan 12 metros de altura y se caracterizan por que su base es menor que la parte superior.








                                         Una chullpa de Sillustani de época inkaika. Siglo XVI.
Cuando los inkas invadieron el Qollao, utilizaron sus mismos lugares sagrados y de descanso para construir sus tumbas. No profanaron las antiguas, sino que a su lado construyeron las de sus dirigentes con su pulida técnica de piedra cortada.
























                                Una alpaca pastando entre los monumentos funerarios de Sillustani












                                                        Helena ante la laguna de Umayo