sábado, 6 de noviembre de 2010

Del encuentro con Gloria Velasco en Popayan. Sus fotos del encuentro feminista de Colombia en Bucaramanga







En el encuentro con mi amiga Gloria, que se vino de Cali a Popayán para estar por un día con nosotras, las palabras van y vienen. Y las imágenes: éstas son las del encuentro, primero desde 1978, de las feministas que viven en Colombia. Se la pasó muy bien, como nosotras con ella.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Cuántos instantes son una vida
























Bogotá siempre ha sido una de mis ciudades americanas preferidas. Será su aire montañoso, sus casas de ladrillo y ventanas de madera, los Andes siempre visibles, el fresco en la cara y las ganas de caminar a pesar de sus 2700 metros... No sé. Me gusta. Como me gustan México, Nueva York y Córdoba, en Argentina. Ciudades grandes, importantes, que pulsan de actividades y contradicciones y que tienen un carácter que le es propio. Sobre todo ciudades con bibliotecas públicas. 
No me disgustan las videotecas, ni las bibliotecas virtuales como la hermosa "Libro Total" de Bucaramanga. Pero amo las bibliotecas con estudiantes y viejitas, con autodidactas y trabajadores en su hora de descanso para el almuerzo que van a buscar libros como historias de vida. Amo las bibliotecas que prestan libros a domicilio, que conocen a sus lectoras. Bibliotecas con bibliotecarias que te sonríen y aconsejan.
Pues sí, a mí me gustan los seres humanos.  Los seres humanos en las calles y los seres humanos con la nariz metida en un libro. Amo leer tanto como amo caminar. Por eso me encanta quedarme en los centros históricos de las ciudades. Bogotá tiene en el barrio de la Candelaria, decimonónico, todo subiditas y bajadas de callecitas empedradas, con restaurantes de hace cien y más años, sopitas saladas o dulces de nombres sonoro: Ajiaco, Peto, Mazamorra, pues en ese barrio tiene una biblioteca hermosísima, por cuyos pasillos siempre se ven personas, personas que están en tanto silencio como puede estarlo una colombiana. Y ahí se ve, a pocos pasos del palacio presidencial, en una Plaza Bolívar tan densamente poblada por policías y militares que molestan el placer de vagar por ella, una exposiciones sobre las mujeres que han enfrentado el desplazamiento que les han impuesto los asesinatos, violaciones, desapariciones de los paramilitares (En toda América Latina tienen el descaro de llamarse grupos de "autodefensas" esos hijos del mal: asesinos que encuentran como congregarse en México, Guatemala, Colombia, Bolivia, Perú; bandas violentas que se ponen al servicio de quien les paga más, que dan rienda suelta a sus demonios contra comunidades que tienen el pecado de vivir en tierras que ellos codician por sus bienes o por estar en una vía de tráfico o por motivaciones de tipo genocida, sean gubernamentales, autoimpuestas -caciques de pueblos originarios enfrentados a miembros más democráticos de su propio grupo nacional- o de organizaciones racistas).
En la Biblioteca Luis Angel Arango, están expuestas las artes y los motivos por los que mujeres -indígenas, mestizas, campesinas- del Cauca, el Magdalena, las zona Caribe y Pacífica, aproximadamente entre 1993 y 2005, han tenido que salir de sus comunidades donde han dejado los cuerpos sin vida, en ocasiones torturados con suma violencia en público para amedrentar a toda la población, de sus madres, de amigas, de maridos, de hijos y padres. Mujeres que han criado familias en la construcción de una cultura de paz. Mujeres que se han reunido a bordar sus historias en las grandes piezas que han expuesto en la biblioteca. Mujeres que se han organizado o que, como las waayuu, se dirigen cada año al lugar donde estaban sus pueblos para "limpiar" de malos espíritus los muros de sus casas destruidas o sus pozos envenenados o sus campos  en abandono, porque ese es el lugar donde, ellas lo saben, van a volver algún día.
Ir a la Biblioteca había sido uno de nuestros propósitos desde que paseando por el centro de Bogotá con Pablo Rodríguez él nos recordó la función social y constructora de comunidades que tienen las bibliotecas públicas.  Querido Pablo, siempre con la cabeza en un archivo histórico, un libro de cultura o buscando imágenes para ilustrar otro...
Es que Bogotá son también, son principalmente mis amigos que viven en Bogotá. Volver a caminar por la calle, irnos a sentar en un barecito o pasarnos la noche hablando y bebiendo con Rosalba y Carlos Barriga.... No es cierto que veinte años son nada, es que veinte años nos ratifican que los amores cruzan la vida desde lo que éramos en potencia.... Hablar de educación, cine, amores, literatura, las veces que hemos hecho el ridículo, las veces que hemos logrado algo...  ¡Ay, cómo recordé el espacio de diálogo y creación que Carlos y Rosalba, junto con sus amigos estudiante colombianos en México, construyeron en Contreras en la década de 1980!
En fin, las emociones de estar con ellos, de encontranros como por conjunción cósmica en la ciudad el mismo día en que llegaba de París Eduardo García... Algo, algo tiene Bogotá que me hace adorar el chocolate caliente con quesito y almojabanas.
Quizá también por que sólo al estar aquí, las latinoamericanas/os nos enteramos que Colombia es algo más que el país de la nota roja de los periódicos de nuestros países. Colombia es también el país donde su población se defiende de los cambios a la más liberal de las constituciones americanas, la de 1991, que, entre otras cosas, planteó la libertad educativa y la ratificó con una norma 144 que garantiza que a cualquier edad, de las formas que sea, se puede impartir y recibir la educación que se desea.
Las escuela colombianas, por lo tanto, pueden ser muy conservadoras (en ocasiones las leyes más progresistas son utilizadas por personas muy tradicionalistas o competitivas, así que la libertad de educación ha dado pie a la existencia de escuelas bilingües de tipo conservador y religiosas) o las más libres. Valentina, la hija de 18 años de Rosalba y Carlos, por ejemplo, ha estudiado en una escuela donde los propios estudiantes escogen, definen e imponen los aprendizajes y las formas y tiempos de realizarlos en un parque natural en las afueras de Bogotá, donde rousseaneamente ella y sus amigos/as vivieron en contacto con la naturaleza y las labores agrícolas. Los pueblos originarios planean y logran organizar en sus comunidades espacios de estudio desde la configuración de los lugares de convivencia de su propia cosmogonía. En ninguna escuela la asistencia es obligatoria, pero los resultados del propio aprendizaje se deben demostrar a los finales de ciclo.
Así en Colombia hay muchachas de 14 años que han terminado el equivalente a su bachillerato y entran a la universidad, así como viejos de 70 que se inscriben en la secundaria. Hay quien sostiene que sus hijas/os pueden escribir y leer a los 3 años y personas que piensan junto con grandes pedagogos que los tiempos de la vida no son sólo funcionales, sino de placer y no pueden ser reglamentados desde una institución exterior. Estas personas, que son las con quien yo comulgo, plantean que se aprende de todo lo que nos rodea e interesa y que se aprende mejor cuando ejercemos nuestra libre capacidad de discernir la importancia del aprendizaje. Lo cual implica jugar, trabajar, leer, gozar el tiempo de la actividad física (cuidado, no el deporte como competencia, sino el deporte como conocimiento de las propias capacidades físicas y sus límites). E implica investigar, experimentar, comunicar.

sábado, 30 de octubre de 2010

Desde las alturas de Boyacá

























De las muchas y única Colombia
Recordaba vagamente eso de que el sol sale a las cinco y media de la mañana y se mete a las cinco y media de la tarde. Es que estamos cerca del Ecuador, me explicó lacónicamente el historiador Pablo Rodríguez hace 26 años. Y yo que por ese entonces había vivido las cuatro estaciones durante toda mi vida, aprendí a descubrir que el clima lo crean también la altura sobre el nivel del mar y las lluvias y el estío y no sólo las temporadas de cercanía y lejanía del sol.
Hoy esta reglamentaria vida de 12 horas de sol y 12 horas de noche me devuelve a mi natural temperamento gallinesco. Mi hija bufa por las mañanas: Mamá, deja de hacer tanto ruido, son las 7 de la mañana. Pero yo ya es hora y media que me aguanto de estar en la calle para esperarla, y a las 8 de la noche se me cierran los ojos añorando las camas siempre diversas de la vida de una viajera.
En este país de montañas húmedas y cortos y fértiles valles, los climas cambian según trepas.
De la humedad ardiente del Bajo Magdalena, que desparramado sobre los campos de yuca, ñame y bananos de pueblo donde las niñas y los niños han aprendido a nadar en la que era su calle o a pasear en canoa por lo que era el campo de futbol, no deja de ser caliente, al rico clima de Boyacá, donde por la mañana es placentero caminar hasta ver derramarse la neblina y aparecer el sol. De la primaveral Bucaramanga a la invernal Tunja. Del carácter dicharachero de los habitantes de Santa Marta a la logoroica y colonialesca pretensión de seriedad de los bogotanos. De las arepas de huevos de Mompox al chocolate con queso de Cundinamarca, la diversidad de Colombia es una cuestión de altura. Y la sana impuntualidad de los poetas que se reúnen en todas las plazas del país, no importando climas y alturas, para leerse sus creaciones en el espacio público del encuentro y gozar de la palabra (que las y los colombianos dominan con pasión y bizarría), es la tónica de una unidad nacional que, como la violencia del ejército y la inequidad de la redistribución de los ingresos, se percibe en todas las regiones.
Ayer hablé finalmente con Avelina Pancho, quien vive en Popayán. Nos espera el próximo jueves en la madrugada para acompañarla a una reunión donde se analizarán cuáles son los elementos que rescatan de la educación indígena sus connacionales, el pueblo naza, cuando se reúnen para ahondar en la necesidad que han expresado muchas veces de una “educación propia”. Admito que me siento honrada de que Avelina me haya invitado, como cuando una vez Teutli, en Milpa Alta, me dijo que “pertenecía”. Nunca entendí al cien por ciento por qué lo dijo, pero me sentí bien, aceptada como persona y rescatada de mi extraño acento por el cual, después de 31 años, cualquier taxista sigue queriéndome engañar cuando lo abordo, conociendo mejor yo que él las calles de mi amado DeFectuoso.
El miércoles en la noche saldremos de Bogotá. Hay diversos tipos de buses en Colombia, desde extrafalarias carretas pintadas hasta Volvo hipermodernos pasando por camionetas con baño y busetas locales, pero por lo general cuando las distancias pasan de las 7 horas de duración son muy cómodos, con asientos reclinables y espacio. Nomás que no hay chofer colombiano que no escuche rancheras –y de las más misóginas- ni bus que no ponga al tope el aire acondicionado y nosotras nos morimos de frío.
Mientras, me paso las tardes leyendo y las mañanas caminando por los valles de Boyacá. He terminado la estructura de un primer capítulo de mi libro sobre las ideas de las pensadoras indígenas contemporáneas (en realidad son elucubraciones; estoy en crisis debido a que no sé cómo abordar lo que oigo y que cada día me obliga a enmendar lo ya escrito), pero todo el esquema construido sobre las lecturas en México se me ha venido abajo. Ni siquiera creo que deba iniciar, como pensaba en Guatemala, con un capítulo sobre el racismo y cómo lo enfrentan las mujeres de los pueblos originarios, porque luego he escuchado a bri bris y kunas para las que el racismo es cosa de los blancos, ellas no son racistas y no les importa pensar qué es el racismo. Entonces ¿qué?, carajo: ¿qué?
El conflicto entre el pensamiento feminista blanco, tan centrado en alcanzar la autonomía de la persona mujer, como individuo, en una sociedad que se resume en un espacio de derechos civiles a defender, y la voluntad de las mujeres indígenas de tener derechos en una sociedad donde el individuo no existe porque la persona es en cuanto ser social, en cuanto miembro de una comunidad, es un problema de las feministas occidentales, no de las indígenas (un problema que a mí me ofrece múltiples lecturas, pero que son lecturas mías, de algún modo interesadas y que a algunas feministas colonialistas –porque también el feminismo tiene a sus fundamentalistas del occidentalismo entendido como desarrollismo- las ha llevado a afirmar que lo mejor que podría sucederle a las mujeres de los pueblos originarios para liberarse sería la desaparición de sus pueblos). Creo que lo más importante que he visualizado hasta ahora es el acento que todas las intelectuales con quien he interactuado han puesto en la educación: una educación propia, una posibilidad de transitar por el mundo en sus diversos espacios –la comunidad, el país, el mundo- y en particular por las universidades, que son un espacio paradigmático del racismo occidental, con un bagaje de conocimientos que son tan universales como cualquier conocimiento y que aportan no sólo al saber sino a los modos de adquirirlo y transmitirlo, en relación con una dinámica solidaria del saber y no por vía de la acumulación de datos para el descuello de una sola persona, un individuo que no representa ni es parte de colectivo alguno.
Ahora bien, en Colombia me impresiona lo común que es la dicharachera forma que tiene la gente de la costa de decir que el racismo es cosa del pasado, entendiendo por racismo exclusivamente la marginación de las y los afrodescendientes, cuando, por otro lado, insiste en decir que los indios viven en reducidas aldeas y regiones y que no se mezclan con los otros sectores de la sociedad. Yo lo que he visto es a los grandes artesanos del Sinú vender sus obras a bajo precio a mercaderes que los explotan como en cualquier otro país de América. O un extraño orgullo nacional por los pueblos antiguos aunado a la indiferencia por su cotidianidad contemporánea. O expresiones abiertamente racistas, como las de un taxista de Bucaramanga que al contarnos que su hija se ha casado con un ecuatoriano, insistió en explicarnos que: Es un ecuatoriano simpático, no uno de la raza de los indios.
Boyacá, en eso, no es distinta: tiene una bella expresión mestiza en los rostros de la gente, pero una idéntica división entre los muiscas de los museos y los “niños del campo” que llegan a pedir dulces en Villa de Leyva los días de mercado. Y una idéntica identificación de los niños “monos” con los niños hermosos (¿en la estética se resume el sentir social?), donde mono significa lo que en México güero e implica un insulto que con el tiempo se convirtió en piropo autoagresivo, en una expresión racista: mono es un simio así como algo huero o güero es algo podrido.
Eso sí: el clima, que impone ruanas al salir de noche, me encanta tanto como Helena se deja ir en el placer del infecto calor bochornoso y pegosteoso de la costa (ella dice que el de aquí es un sucio frío para pingüinas viejas). Y las sopitas…..hummm, amo las sopitas por la mañanita después de un paseo y un chocolate con almojábanas por la noche.
Villa de Leyva, 30 de octubre de 2010