LA SOCIEDAD, LA VIOLENCIA, EL ABUSO ANIMAL, LA EDUCACIÓN Y LA URGENCIA DE UN MODELO ALTERNATIVO.
Francesca Gargallo Celentani
Ciudad de México, 24 de octubre de 2012
Hay entre la violencia contra los
bosques y los animales y la violencia social un nexo complejo construido por la
formación a la rudeza y a la imposición, implícita en un sistema educativo
formal e informal que niega la diferencia sexual -y elabora sobre esta negación
la discriminación. La simple intuición que un equilibrio social y ecológico es imposible si
se sostiene la actual destrucción ambiental, el maltrato animal y la violencia
entre las personas, las naciones y los grupos sociales hace urgente explicitar el
vínculo educativo que subyace a la creencia que el ser humano no es sexuado, no
es animal y no tiene responsabilidades con la tierra, y por ende puede creerse
dominante sobre lo que relega al espacio de la sexuación, las mujeres, al
espacio de lo que se niega de sí, la animalidad, y al espacio que familiariza y
garantiza el derecho a la expoliación sin fin del mundo vegetal y mineral.
Volver explícita esta relación es el primer paso para destejerla y desaparecerla
en una nueva forma de relacionarse con la vida y su riqueza.
Hace más de dos siglos que Jean Jacques
Rousseau nos dijo que todo educa, así que no puede culparse a la escuela de
enseñar la violencia si no se reconoce que no hay educación formal que no esté
inserta en una sociedad, un espacio físico y un sistema de relaciones que
también educan. Educan los prejuicios, las supersticiones, el cine, las
religiones, la publicidad y la burocracia. Educan los padres competitivos, las
madres que exigen buenas notas sin preocuparse por analizar los contenidos de
las materias junto con sus hijas e hijos, el desinterés hacia el prójimo, la
patada al perro que se nos atraviesa por la mañana, el burro amarrado a pleno
sol, el compañero de escuela que arranca una planta por puro divertimiento.
Educa la imposibilidad de ser atendidas al ir a poner una denuncia por
violencia intrafamiliar o por robo en plena calle, cuando no por asesinato.
Educan los permisos a las mineras a cielo abierto cuando la población de un
pueblo, un valle, una montaña o una ciudad se enferma por el cianuro en el agua
y los residuos pesados en el aire. Educa el lenguaje que hablamos y que
conlleva ideas, confusiones y conceptos que se cristalizan y fortalecen al ser
usados para descalificar lo que no se identifica con un modelo inexistente de
bienestar o de ser humano. En el lenguaje educan los insultos, que en la mayoría
de los casos vuelven a ser incitaciones a la violencia y propugnan que el o la
insultada se sienta ofendida y se desquite con aquello con que ha sido
identificada en el insulto. A fuerza de decirle burro a un niño que va mal a la
escuela se expone al burro a ser maltratado por ese niño. ¡Animal! contra una
empleada que se ha equivocado hará que ella patee o no ponga cuidado al gato
que se le atraviesa. La repetida mención a la madre en los insultos contra
enemigos políticos y personales, descalifica el valor del trabajo de reposición
de la vida y el valor del cuidado de la mitad de la población mundial, las
mujeres.
Esta educación al desconocimiento de los
derechos y los valores de lo que se considera otro de sí, en el caso de los animales es acompañada de mensajes
pretendidamente científicos que aseguran su insensibilidad y su falta de
discernimiento e inteligencia. De otra forma sería imposible concebir como
normales, cuando no “naturales”, a las carnicerías y a las granjas de cría de
pollos, puercos y ganado mayor. Ni hablar de la crianza de animales cuyo fin,
según los humanos, es el de ser despellejados para proporcionar sus pieles a la
industria de la moda y el calzado.
Como escritora feminista y como filósofa
con 25 años de experiencia docente a la espalda, la tarea de despertar una
conciencia crítica a mi alrededor ha sido tan desgastante como enriquecedora. A
pesar del enorme aparato educativo informal que nos rodea, y que sostiene todas
las obstinaciones del sistema acerca de una jerarquía inamovibles que desciende
del portador de todos los derechos –un inexistente e hipostasiado hombre
blanco, rico, sano, culto y heterosexual- a las mujeres, sobre todo si
racializadas y pobres, los animales, los árboles, la tierra, el agua, los
cerros; a pesar de ello, reconozco haber interactuado en aula con personas de
ambos sexos que han llegado a sostener que la existencia de un privilegio
conlleva necesariamente la negación de un derecho. Y que lo que queremos
construir es un mundo justo, donde la justicia se viva cada día en nuestras
relaciones personales, sociales, económicas y políticas.
En relación con los animales, el
privilegio humano de comer carne se erige sobre la descalificación del animal
de cría como ser con derecho a la vida. Claro, la cría misma es una negación
del derecho a la circulación, la reproducción y la vida de los animales en su
entorno natural. El privilegio humano de producir papel, implica la negación
del derecho del bosque a respirar de una forma complementaria a la de los
animales, ser humano incluido. Mientras no se enseñe a la humanidad qué
significan en términos de explotación mineral, del trabajo y de las aguas sus
computadoras y teléfonos celulares, no se podrá tener una exigencia política de
que duren muchos años y no se desechen cada dos para que el mercado siga
funcionando.
Pensemos en el privilegio que da la
concepción de tener una cultura o, mucho más, de producir arte. Se trata de
conceptos: cultura y arte no existen en sí, son nociones que se obtienen a
partir de elaboraciones de lo que tiene o no tiene valor para un grupo de
personas dominantes. Las peleas de gallos, las corridas de toro, las carreras
de galgos, la cacería más elaborada, como la cetrería, los combates de perros,
son formas de educación a la violencia que adquieren en diversas culturas el
nombre de arte. Durante la edad media, la educación de un hombre noble en
Europa implicaba el saber descuartizar con elegancia un animal recién cazado.
El rey de Sicilia, Federico II, escribió a principios del siglo XIII el segundo
libro en mi lengua después del poemario de Ciullo D’Alcamo, precisamente un
tratado de cetrería. El mítico personaje de Tristán es reconocido como sobrino
del rey porque sabe partir un venado recién cazado, en la versión del Tristán e
Isolda de Gottfried von Strassburg. Todavía hoy
en día las decadentes aristocracias europeas educan a sus hijos en festines que
se realizan alrededor de cacerías al venado, el jabalí o el zorro. Piensen en
el ridículo que hizo el rey de España hace unos meses cuando fue a cazar
elefantes en África durante una de las peores crisis económicas por la que ha
atravesado recientemente su país. Todo ello responde a una identificación de la
masculinidad con la posibilidad de dar muerte y la posterior identificación de
la clase dominante con la masculinidad entendida como el ámbito del valor, de
la actividad y de la dominación de lo considerado inferior (sexo, clase,
pueblo, naturaleza).
Por supuesto no se
puede dar muerte a iguales. La mayoría de las religiones y estados lo prohíben,
a menos que uno no se rebaje a una condición de inferioridad cometiendo un
delito. Es casi un imperativo construir como diferentes a los seres a los que
se pretende matar. Pensemos en cómo se define a un enemigo, por ejemplo. Todos
los esfuerzos de la prensa, la televisión, la literatura, el cine, el derecho
positivo convergen para hacer del enemigo públicamente enunciado como tal,
alguien no igual, eso es, un ser no propiamente humano, un casi animal. Por
otro lado, no olvidemos que todos los grupos mercenarios, paramilitares y
delincuenciales que han hecho de la muerte su modus vivendi, entrenan a sus jóvenes reclutas haciéndoles matar
animales -en ocasiones animales queridos, el propio gato, el perrito de la
familia vecina, los pajaritos de la tía- para que pierdan sensibilidad y
compasión por la vida de un ser sufriente. La industria del entrenamiento
militar y la experimentación psicológica por motivos bélicos también ensayan su
violencia volcándola a la muerte de animales: delfines que lloran al ser
alcanzados por las balas, cabras que emiten balidos desesperados cuando se
sienten trozadas por una granada o al reconocer los cuerpos heridos de sus
crías, camellos y asnos que rebuznan su dolor al pisar minas antihumanas, son
escuchados por conscriptos que se van endureciendo en los ejércitos de todo el
mundo. La pérdida de la conciencia ética no es natural, los hombres (y en menor
medida las mujeres que se les quieren igualar) que se ven obligados a traspasar
el límite del respeto a la vida, adquieren una costumbre social de
justificación ante el uso de la violencia.
Igualmente actúan los y
las químicas, biólogas, genetistas que experimentan en cosmética, la industria
que contabiliza el 80% de la investigación no militar en el mundo. La filosofía
debería estudiar más a fondo la relación que existe entre la violencia extrema
y la estética, pues ¿cómo considerar moral que se nos ofrezca como bello algo
que tiene que ver con el dolor de las cobayas expuestas a ensayos que las
orillan a una lenta y dolorosa muerte? La moda para los sectores más ricos de
la sociedad también refleja el valor agregado que tiene para ellos la muerte.
Pieles, cueros y plumas no sólo son carísimos sino significan el
desprendimiento de la parte sensible de quien tiene que triunfar sobre las
demás personas para mantener su prestigio social.
Arrasar bosques es
todavía menos reconocible como elemento de guerra contra la vida; sin embargo,
no hay guerra que no haya deforestado países enteros. Hasta los vegetarianos
más radicales son capaces de decir que el mundo vegetal no tiene órganos
nerviosos y por ende no sufre dolor. Sin embargo, la relación entre los seres
humanos y la naturaleza se ha convertido en el mundo occidental (cuya cultura
es colonizadora de las culturas menos destructivas y holísticas proveniente de
historia ajenas a la de origen europeo) en una relación patológica, que
sostiene la supremacía absoluta de los valores antropocéntricos, donde plantas,
minerales y animales sólo tienen razón de ser por su utilidad para la vida
humana.
Muchas corrientes
antropológicas clásicas coinciden en que la primera construcción de diferencia
en casi todas las culturas es aquella entre el conjunto de los seres humanos y
la naturaleza. Sin embargo, en la actualidad podemos constatar que la
naturaleza prístina, aquella que no ha sido hollada por el ser humano, ha prácticamente
desaparecido. Los espacios no modificados por la actividad humana se han visto
tan reducidos que podríamos considerarlos inexistentes. La extensión del
urbanismo y la industrialización, la modificación de la tierra por la actividad
agrícola y la deforestación, el alcance de la contaminación, los efectos del
cambio climático, han convertido el mundo en un espacio artificial donde es
difícil visualizar los derechos de los animales y la flora.
La situación actual es
fruto de una cultura que ha hecho de todo, durante milenios, para no verlos,
negarlos, ridiculizar a esos seres humanos que, como los filósofos cínicos,
preferían identificarse con los animales que con la humanidad urbana,
reduciendo sus necesidades de consumo. En las culturas que se sustentan en
religiones monoteístas la diferencia entre la humanidad y “lo otro” es aún más
tajante. Los animales no nombran en un lenguaje inteligible para los humanos su
realidad, por lo tanto, dado que en el principio está el verbo, no son
inteligentes. Si no son inteligentes no son sensibles y su movilidad es un puro
reflejo mecánico, como por ejemplo sostiene Descartes.
Para los romanos había
tres tipos de aperos, o instrumentos, para el trabajo agrícola: las
herramientas mecánicas, como el arado, que ni se movían por sí mismas ni
hablaban; los animales, como el buey, el caballo o el burro, considerados
enseres que se movían por sí sólo; y los esclavos, pertrechos útiles capaces de
moverse y hablar. Los conquistadores españoles defendieron sus hazañas de odio
y tortura arguyendo que los hombres y mujeres de América eran animales,
cantaban como loros, eran insumisos como simios, trabajaban como burros; por
ende no sentían dolor ni eran capaces de entender reglas que los condujeran a
una vida civilizada. Racismo, clasismo y desprecio por los animales están
fuertemente entrelazados. Igualmente trenzadas son las expresiones de violencia
intrafamiliar donde las cadenas de abusos van de la violencia verbal, física y
sexual del hombre contra la mujer, a la represión de la mujer sobre los niños y
las niñas y de éstas/os a la mascota o los animales de cría de la casa.
Sin embargo, desde hace mucho la zoología afirma que los órganos sensoriales son fundamentales para todos
los animales, ya que responden a diversos estímulos y saben encontrar las rutas
para acceder a los alimentos. Desde
mediados del siglo XIX, también se iniciaron estudios para determinar el grado
de inteligencia animal. Entonces los psicólogos
conductistas investigaban animales en laboratorio para rastrear los orígenes de
la conducta humana. Poco antes, Darwin
había sostenido que el cerebro de los humanos es producto del proceso
evolutivo, por tanto, muchas de nuestras capacidades cognitivas pueden
apreciarse también en otros animales. Ya en el siglo XX, hubo
una aproximación de tipo conductista a
la psicología animal,
buscando analizar la inteligencia en animales mediante procesos de aprendizaje
simples. La concepción de la inteligencia en los conductistas es reduccionista,
por tanto consideraba que todo lo que un organismo hace, debe ser
considerado únicamente como comportamiento sin presumir por ello de una mente capaz de elaborar a
partir de recuerdos e ideas (para los conductistas, pensar y sentir son epifenómenos propios
de los humanos). Hasta que Ulric Neisser, en la década de 1970, empezó a
enfocar los procesos mentales de los animales desde otro punto de vista,
tomando lo conocido sobre los procesos mentales humanos y buscando evidencias
de procesos similares en las otras especies. En la actualidad, John Lilly y Donald Griffin mantienen
firmemente la posición de que los animales tienen mente, piensan y sienten; por
lo tanto, el estudio de su cognición debe asumir esta perspectiva. En 2012,
finalmente, biólogos y etólogos reunidos en Cambridge, han llegado a la
conclusión de que los seres humanos no son los únicos seres conscientes: los
mamíferos y las aves, principalmente, también poseen una conciencia. Sus
estudios muestran que existe una
memoria sobre la descendencia animal en las madres mamíferas, particularmente
en las cabras; que los cetáceos construyen sociedades y sufren cuando algunos
miembros cercanos de las mismas son heridos, asesinados o desaparecidos; que
los primates no sólo son capaces de utilizar instrumentos, sino elaboran un
complejo lenguaje de signos con el que se comunican informaciones y
sentimientos.[1]
Ante estas pruebas, la educación formal debe incidir
en los otros rubros de la educación, propiciando el respeto por todas las
especies del planeta. No puede hablarse de ética donde no se promueve activamente
la superación de la violencia como forma de interacción humana entre personas y
con los animales y las plantas. La filosofía, la pedagogía, así como las
expresiones artísticas no pueden obviar los estudios neurobiológicos que
comprueban que los animales poseen una conciencia que les consiente percibir el
sufrimiento ajeno y propio y diferenciar lo bueno de lo malo, alcance que hasta
ahora se consideraba únicamente propio de la raza humana.
Los
riesgos de no asumir estos reconocimientos son múltiples y van desde el
incremento de la criminalidad a través de seguir sosteniendo la inconciencia
del sufrimiento de las otras especies, hasta el suicidio colectivo en la
persecución de un hiperdesarrollo clasista y discriminador que conducirá a la
destrucción ambiental total. Urge una educación para la paz, que se sostenga en
el reconocimiento de las diferencias como aportes a la colectividad y no como
pretextos para ahondar en las desigualdades. Un proyecto educativo,
necesariamente crítico y no autocomplaciente, que asuma el valor del cuidado
como un valor compartido entre mujeres y hombres, y entre humanos, animales y
mundo vegetal.
[1] Para una
historia de la investigación en la inteligencia animal, un buen resumen se
encuentra en: Pedro Ortiz Cabanillas,
“Concepciones de la inteligencia”, Revista de Educación Superior, Facultad de Educación, UNMSM, Lima, 1999, http://es.scribd.com/doc/25036139/Concepciones-de-La-Inteligencia.
Más a profundidad , cfr. Miles, T.R. “On
fefining intelligence”, en Wiseman, S. (Ed) Intelligence
and Ability. Selected Readings. Penguin Books, Middlesex, 1957/1967 ;
Neisser, U. y otros, “Inteligencia: Lo conocido y lo Desconocido”, en American Psychologist. 51:77-101.
Traducción de J.R. Aliaga Tovar, Facultad de Psicología, U.N.M.S.M., Lima, 1997.
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