viernes, 15 de junio de 2012

HISTORIAS DE FATALISMOS O DE COMO PERDÍ EL AVIÓN

Algo, algo me decía que este fin de semana no iba a viajar.
En un principio volaba a Colima, pasaba una noche en el calor tropical, me levantaba sofocada a las 7 de la mañana, nadaba, daba mi ponencia en el Teatro Hidalgo, respondía a preguntas que me confundirían un poco (no soy una especialista en difusión de la lectura, sólo soy una lectora. Eso sí, una lectora voraz y feliz), luego me trepaba a un camión para Guadalajara donde tomaba el avión a Monterrey y ahí a debatir por dos días sobre arte, cultura y política.
Luego nos dijeron que el evento de Monterrey se suspendió. Escribí un mail a Perla Graziella y pedí disculpas a CONACULTA: ¿podían cambiarme el boleto de regreso Monterrey a México? Sí, por supuesto, que yo podría quedarme en Colima durante todo el 13° Encuentro Nacional de Salas de Lectura. Yo, encantada.
Así que a darle más a la ponencia. Qué ñañaras hablar a especialistas en lectura de la lectura y sus lugares. La verdad es que de tanto leer cosas absurdas por el miedo de hablar de la lectura, la ponencia terminó gustándome mucho.
El miércoles en la noche me llamaron de Colima: ¿Puedes traer algunos de tus libros para su venta? La verdad es que a esta hora ERA está cerrada y yo no creo que mañana me atiendan, porque seguramente ya han programado el recorrido del camión repartidor que sale cada mañana a las 10. Pero bueno, puedo preguntar.
A la una de la tarde una simpática secretaria de ERA se tomó el metro y me trajo 40 libros ¡10 de cada uno de mis títulos todavía vigentes! Milagros de las editoriales.
A las 4.10 de la tarde mi hija se fue a la escuela, a las 4.20 le puse punto final a la ponencia y la envié, a las 4.31 me subía a un taxi en la esquina de Veracruz con Sinaloa. Hasta ahí todo perfecto.
Pero, bueno estaba dicho que no volaría.
Mi taxi chocó. Cosas que pasan, ¿verdad? Puesto que por suerte no nos hicimos nada, yo hubiera podido  tomar otro taxi ¿En medio del Viaducto? ¿Con la policía que me decía que debía quedarme a declarar? Así que cuando llegué al aeropuerto, el avión ya había cerrado sus puertas.
Tengo que leer mañana en el Teatro Hidalgo, le dije casi chillando a la gentil señora de Aeroméxico. Ella me miró con atención. Yo adoro el personal de Aeroméxico, Lufthansa y Airfrance. Mire este boleto es válido para siempre, pero para hoy ya no hay vuelos y el de mañana a las 6.30 está lleno. ¿Por qué no va a Aeromar, ellos tienen vuelos más tarde, pero no van a aceptarle este boleto a cambio del suyo?
El trato en Aeromar ya era odioso (yo odio casi todas las otras líneas aéreas) y los dolores del golpe en el cuello y la cadera empezaron a hacerse sentir. Seguramente mis músculos habían empezado a enfriarse. O paga o paga, nada de boletos a cambio. Déjeme hablar y veo si puedo... Dese prisa, porque va a venir más gente y no puedo hacerle una reserva para mañana a las 7. Con mis 300 gloriosos pesos (préstamo de Ruth), ni modo que iba a comprar un boleto. ¿A quién llamarle?
De repente el dolor del cuello casi me paralizó.
Arrastré la maleta al Metrobus, me bajé en San Lázaro y gracias a que el gobierno del DF ofrece servicio médico en el metro, me fui hasta Tacubaya donde un médico jovencito me atendió amablemente: no tiene nada roto, tómese un analgésico, dese un baño muy caliente y duerma.
Retomé el metro y ¿caray cómo obedecer al muchacho cuando me dijo que no cargara nada? Las escaleras de salida de Chapultepec se me hicieron larguísimas....
Luego, envié otro mail a los compa de CONACULTA. Nada, ni una sola respuesta.
Me quedé con mi maravillosa reflexión sobre los Paralibros  guardadita en el morral y a las 5 de la mañana me despertó un dolor en la cadera que todavía no me abandona.
Pero, como soy fatalista, pienso que seguramente de algo peor me he salvado.
La ponencia la voy a hacer pública ahora. Bueno, más o menos pública, pues la voy a subir aquí:


EN UNA FIESTA DE LA LECTURA, LA PAZ DE LOS PARALIBROS

Francesca Gargallo
Colima, 14 de junio de 2012,
13° Encuentro Nacional para la Cultura y las Artes

En el alcázar del Castillo de Chapultepec estaba apoyada a un barandal mirando al parque, cuando un largo cuerno de papel se posó en mi oreja y escuché una voz de sirena: “¿Quieres que te lea un poema?”. Sin mediar ni cinco segundos, la voz me susurró el primero de los veinte poemas de amor que han convertido a Neruda en uno de los poetas más leídos del mundo. La sirena en cuestión era Evelyn Andraca, una seductora del libro.
Después de pasar un rato con ella y con Héctor Jiménez López, coordinador nacional del programa Paralibros, bajo la sombra de la estructura metálica de la única biblioteca que semeja una parada de autobuses –y que de hecho es una escultura múltiple de uso urbano-, caí en cuenta que la presencia de los libros había favorecido la tertulia y los tres estábamos hablando como viejos amigos de ilustraciones, poesía, narrativa y también de la construcción de la ciudadanía, del derecho a la lectura por placer y de los libros como herramientas para el diálogo y la construcción de una cultura de la paz.
Platicábamos de cosas que en otro contexto hubieran sonado forzadas, pero que ahí fluían como esas obviedades indispensables en la construcción de los afectos cotidianos. Después de todo estábamos en una estación y esperábamos a un amigo. Así que nos decíamos, por ejemplo, que una biblioteca, por diminuta que sea, es un ambiente habitado por tradiciones, personas, costumbres y que cuando la construimos marcamos un territorio con los libros para abrirnos a cualquier tipo de controversia. Así -continuábamos diciéndonos- cuando escribimos y leemos encontramos la forma de darle nombre a los problemas sociales y nos trasladamos a debates desde donde nos proponemos curar la violencia familiar, la depresión existencial, la apatía ante las necesidades de las y los otros; en fin, desde donde nos volvemos solidarios con la realidad, co-creadores de soluciones diversas.
Se me salió entonces el comentario que el de Chapultepec era el segundo Paralibro que conocía y que me gustaba su concepción porque al sacar los libros a la calle, los lleva al espacio diario de personas, los pone a disposición de los estudiantes y sus madres cuando salen de la escuela, los ofrece al oficinista a la hora del almuerzo, los propone a la adulta mayor que aprovecha su credencial para entrar a un museo durante la semana.
Y hablando me puse a revisar la propuesta. 365 libros, uno por día del año. Autores nacionales y extranjeros. Traducciones cuidadosas. Editoriales grandes y pequeñas.
Se acercó un trabajador del museo y le ofreció un vaso de agua a Evelyn, luego le pidió un libro. Entonces le habló de sus gustos y sus deseos. Leer es también identificarse, decir quién se es y en qué se está dispuesto a abrirse a las y los demás.
Jesús Heredia, coordinador nacional del programa que reúne esas 4 356 Salas de Lectura por las cuales hoy estamos reunidas y reunidos aquí en Colima y que desde hace 15 años engalanan los esfuerzos culturales de México, nos sorprendió en plena chorcha, mientras yo cuestionaba el patrón cultural que influencia el hecho que, en las colecciones del Paralibro, hubiera una mayor presencia de los escritores hombres entre poetas y narradores y de las escritoras entre las autoras de cuentos infantiles y cocina. Obviedades de la relación de género, siempre desigual y normativa. Evelyn me hacía notar que, sin embargo, un 40% de las narradoras del acervo eran mujeres. Mientras Héctor asumía que todavía hay que superar rezagos culturales por los que las lectoras leen a los hombres, pero los hombres no sienten interés por la literatura escrita por mujeres. Claro, no hay pueblo o comunidad que no esté conformada por una mitad de mujeres y una mitad de hombres, pero el peso de una tradición dedicada a la sistemática desaparición del escenario de lo relacionado con lo femenino, lleva al absurdo que hay lectores interesados en la cotidianidad de la locura que no leen a alguien que la retrata dolorosa y genialmente como Cristina Rivera Garza…
Para no enfrascarse en una discusión que rebasaba el escenario, Jesús ojeó el cuaderno de visitas del Paralibro y nos interrumpió leyéndonos el comentario de Ricardo, 16 años, lector de poesía: “Aquí encontré una tranquilidad enorme. Mi alma se trasladó al mundo poético donde nadie es más que nadie y donde el espíritu descansa”. (15-05-2012).  
Poco concurrido ese día, por el jardín circulaban escasas personas, pero todas, aunque de soslayo, se acercaron a mirar los libros que en un Paralibro ocupan el lugar de la publicidad en las paradas de autobuses urbanos. Evelyn se levantó para ofrecerles opciones impresas para reposar del calor y abrir su mente. Clásicos, poesía, novelas, cuentos infantiles y hasta libros de cocina salieron de esa parada hospitalaria. Al poco tiempo, una señora levantó la vista de su libro para fijarla en el horizonte. Me pregunté si estaba recordando algo o se estaba deteniendo un momento para reflexionar, quizás para planear su día. De la lectura pueden salir muchas acciones, en efecto.
En el rastreo biográfico de casi cualquier ser humano en las culturas letradas, nos topamos con sus lecturas, pues como diría Michel de Certeau, todos los que tuvimos la oportunidad de seguir leyendo después de nuestra formación primaria hemos cosechado en territorio ajeno, es decir hemos leído historias ajenas y construido nuestros pensamientos, sentimientos y acciones con imágenes y palabras que nos venían de relatos que nos pusieron a pensar sobre nuestra condición humana. 
“Habla con su propia palabra sólo la herida”, escribió Antonio Porchia en Voces, quien pensaba que “todo es lo grande de los pequeños”. Ahora, esa herida nos llega y nos estremece cuando por la palabra de uno toca nuestro corazón. Porchia leía sus aforismos en voz alta; con su acento de eterno extranjero tránsfuga en la lengua de su llegada, estremecía al público de la radio y lo lanzaba a las bibliotecas. El viento bajaba de intensidad porque entonces la tempestad se interiorizaba, el torrente de lágrimas se aquietaba y la adolescente corría a los comics, el intelectual al tratado, el ama de casa a la novela. Cada quien acudía a la forma de la palabra que le producía más sentido y más placer en ese momento específico de su vida.
Recuerdo que en una ocasión mi amigo Paco Ignacio Taibo II estaba rodeado de adolescentes, y algún transeúnte más, en el zócalo de Zacatecas y les contaba de una oficinista triste, oprimida por la burocracia en su trabajo y por una familia tradicionalmente patriarcal, que se encerraba en el baño para leer novelas fantásticas, donde héroes improbables luchaban contra dragones aún más improbables. Uno de sus escuchas, quizá el muchachito que más ganas tenía de hacerse notar, lo interrumpió para decir que la chava se estaba escapando de su realidad. Sí, le contestó Paco que no tiende a dejarse quitar la palabra, pero un día salió del baño y se armó para combatir los males de su específica sociedad como lo hacían sus heroínas: mandó al demonio al marido, desafió a la jefa de departamento, se acercó a un círculo de estudios… “Cuando el mal crece, el pequeño bien se agranda”, escribía Porchia.
Pero, bueno, hablar de la importancia del trabajo de difusión de la lectura en medio de una fiesta de la lectura impulsada por uno de los mejores programas de bibliotecas de América no es nada fácil. El primer riesgo que corro es que diga obviedades, pues ante facilitadoras, impresores, impulsores de salas de lecturas, bibliotecólogas, expertas y expertos en la función educativa y recreativa de las diversas literaturas, una escritora tiene pocas oportunidades de decir algo que una o un promotor de la lectura no sepa.
Claro, me queda la opción del ego. Puedo hablarles de mi relación con la lectura, de cómo a los 19 años me sentí consolada por Los Buddenbrok de Thomas Mann en la sala de espera del hospital donde agonizaba mi abuelo y desde entonces descubrí que sólo la lectura sostiene mis lágrimas y recupera mis ganas de seguir adelante. Puedo contarles que me enamoré de las historias, del encabalgamiento de anécdotas y metáforas que se explayan en el tiempo de la narradora,  porque mi abuela me leía en voz alta La Iliada de niña no tanto para dormirme, como para tranquilizarme durante esas largas tardes de veranos, cuando el calor y la luz se aliaban para que el aburrimiento pareciese universal. Su voz todavía resuena en mis lecturas silenciosas, ahora que le robo tiempo al tiempo para seguir escuchando lo que me es exterior e imprescindible.
Pero eso, sean honestos, no corresponde a las necesidades de una fiesta de y para la palabra que salva, la palabra que consuela, la palabra que alegra y en la que la mayoría de ustedes ha cifrado la importancia de su esfuerzo laboral.
Así que buscaré devolverles las impresiones positivas que como escritora, y también como profesora de filosofía latinoamericana que considera fundamental el derecho de las personas de cualquier edad y condición a adquirir los conocimientos que satisfacen su deseo de saber algo específico, he recibido al conocer el proyecto de los Paralibros.
A finales de 2011, con Ana Clavel, recibimos de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México la invitación para el jurado de un  concurso  de  cuentos  escritos por las y los jóvenes en rehabilitación de vida, que se han acercado a la literatura en las Comunidades para el Desarrollo de Adolescentes del Distrito Federal. A las dos semanas de haber entregado los premios, ambas fuimos invitadas por el CONACULTA a ser madrinas del Paralibro que se instaló en la doble, para 128 hombres y 37 mujeres, Comunidad para el Desarrollo de Adolescentes (CDA), ubicada en Periférico Sur 4866, colonia Guadalupita, en la delegación Tlalpan. No tenía idea de qué era un Paralibro pero el trabajo de re-educación, sensibilización y autoafirmación llevado a cabo con las pocas adolescentes y los hombres menores privados de su libertad por haber cometido delitos en el DF me había parecido excelente y quería saber más.
La sorpresa que me llevé al ver desfilar con atención a los y las jóvenes ante la estructura metálica que guardaba los libros al que tendrían acceso a partir de ese día, me agradó. El facilitador, un estudiante que trabajaba como voluntario en la Comunidad, les ofrecía palabras y dibujos para salir de su depresión por estar presos, situación que generalmente los varones canalizan en el deporte y las muchachas en comer. Y más, les ofrecía la posibilidad, que explicitaba al narrarles los libros de viaje ahí reunidos, de trascender las rejas de su Comunidad y acceder al espacio abierto de la imaginación.
Formarles un gusto por la lectura, promoviendo el diálogo con autoras y autores que se expresan libremente era el regalo que les brindaba el Paralibro. Además,  algunos de los textos disponibles habían sido específicamente escogidos para un público adolescente en situación de arraigo, por tanto había manuales de oficios y textos sobre la violencia intrafamiliar y la educación sexual.
Raquel Olvera Rodríguez, titular de la Dirección General de Tratamiento para Adolescentes, había ya fomentado bibliotecas en cada una de las siete Comunidades para hombres y la de mujeres. En ellas me encontré con una sorpresa que me llenó de orgullo, pues después de una rigurosa selección de textos, habían escogido un libro escrito por el grupo de niñas y niños de una escuela que no discriminaba entre el alumnado sin discapacidades y el que tenía alguna limitación motora, visual, intelectual o de otra índole, al que yo y algunos colegas de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y los pintores Guillermo Scully Carmen Gómez habíamos impartido durante seis años un taller sobre cómo pensarse en la historia. Un libro escrito por las niñas y los niños sobre la historia de México, intentando no hacer de lo nacional un espacio de xenofobia, racismo y exclusión sexista, titulado Tres momentos de la Historia de México.
Volviendo una vez más a los Paralibros, Raquel Olvera Rodríguez estaba feliz de que en ésa, y ojalá en todas las Comunidades, se instalara un mueble urbano que acercara a los adolescentes a una cotidianidad intervenida por un esfuerzo público de acercamiento a la cultura libresca, entendida como una cultura que fomenta actitudes reflexivas y no violentas. 
La iniciativa de los Paralibros, tal como la idea de reglamentar el transporte público mediante los Metrobuses,  había nacido en Colombia, país que dedica una parte importante de los presupuestos municipales a bibliotecas. Fue importada, como ustedes saben, bajo el nombre de Paralibros por  la Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, con la intención de colocar 320 en todo México. El internacionalismo latinoamericanista de la propuesta es encomiable y responde a una idea que ya está próxima a cumplir dos siglos, la expresada por Francisco Bilbao, uno de los primeros filósofos del continente americano liberado del colonialismo, cuando predicaba la unidad educativa de todos los países del continente, para su ulterior liberación.
Para que la figura de Bilbao y sus ideales, que vivió de manera intensa, nos resulten más familiares, les cuento  - es decir les relato para invitarlos a escribir y leer sobre él- que Bilbao fue un excéntrico genial, tal como con anterioridad lo había sido el más grande de los intelectuales independentistas, Simón Rodríguez, autor de la frase “O inventamos o erramos”. Discípulo de Andrés Bello y José Victorino Lastarria, Bilbao a los veintiún años fue expulsado del Instituto Nacional de Chile, en donde estudiaba, porque su primer libro, Sociabilidad chilena, desató un gran escándalo. Después del juicio por desacato a la autoridad, se vio en la necesidad de dejar su país y, exiliado, viajó a Francia, donde entró en contacto  con los movimientos republicanos, socialistas y de liberación nacional italiano y polaco, participó en la Revolución de 1848 y se acercó a Michelet, Quinet y Lamennais. Después de la represión contra la Comuna de París, Bilbao regresó a esa América que él antes que los ideólogos de Napoleón III llamaría Latina, muy decepcionado por el fracaso de las promesas universalistas de la Revolución Francesa. De regreso a Chile, Bilbao junto con Santiago Arcos fundó una de las primeras organizaciones del socialismo latinoamericano: la Sociedad de la Igualdad, muy crítica ante la tibieza del liberalismo de los partidos existentes.
También llamada en ocasiones Sociedad de los Iguales, ésta elaboró una crítica a la estructura jerárquica de los partidos de la época y propuso la creación de células autogestivas de escritores, artistas y obreros para que impulsaran la discusión y se convirtieran en espacios para la educación popular mediante la lectura de los libros que se producían en el continente. Sus formas de manifestación eran totalmente pacíficas pero aterraban a los gobiernos continentales porque sus células de debate reivindicaban la centralidad de la cuestión social.
La Sociedad de la Igualdad creció rápidamente, multiplicándose por todo Chile y los países aledaños. Algunos liberales de partido acudieron a ella para conseguir apoyo popular para resistir a la candidatura presidencial del conservador Manuel Montt, lo cual asustó al gobierno que, en 1850, declaró ilegal a la Sociedad y persiguió a sus miembros. Bilbao se refugió en Perú y en Ecuador, donde participó en la revolución liberal de Alfaro, luchó contra la esclavitud, influenció con sus ideas a la primera generación de escritores románticos de Perú y escribió importantes textos de filosofía política acerca de la democracia directa y la organización colectiva.
Tras la derrota de Alfaro, Bilbao se vio nuevamente obligado a exiliarse y regresó por un corto periodo a Europa. Ahí fortaleció su convicción de retornar al ideal bolivariano de unidad latinoamericana y planteó la urgencia de una escuela común, lo cual lo llevó a escribir en apoyo a Benito Juárez, que resistía la invasión francesa y el imperio espurio de Maximiliano de Habsburgo, y a criticar duramente el racismo contenido en la ideas del presidente liberal argentino  Domingo Faustino Sarmiento, pues defendía el derecho a la propiedad de sus tierras ancestrales de las nacionalidades indígenas nómadas de Suramérica. Estando en Buenos Aires, murió súbitamente de una enfermedad cuando estaba en plena producción intelectual.
Bilbao y Simón Rodríguez son seguramente mis modelos de intelectual empeñado, lo cual me ha llevado a estudiar el enorme impulso que le dieron a la impresión de libros escritos en América en favor de su total liberación.
A casi dos siglos de su trabajo en favor de la educación, en México, al presentar el programa de los Paralibros, Laura Emilia Pacheco, directora general de publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, plantea la urgencia del rescate de los espacios públicos para fortalecer el tejido social, generando puntos de encuentro en torno a la lectura.
“Los lugares no son azarosos: contamos con la experiencia de Héctor Chávez —director de la Red de Librerías Educal—, quien tiene localizados lugares donde no hay librerías ni bibliotecas, entonces queremos acercarnos a esos sitios”, dijo en septiembre de 2011.
De hecho, el programa de los 320 Paralibros que se han instalado en México tiene que ver precisamente con la voluntad de acercar cualquier ser humano a ese instrumento de liberación que es el libro. Responde, por lo tanto, a la posibilidad de hacer de un lugar público el espacio de un encuentro entre las personas diversas que conforman una sociedad que tiene derecho a vivir en paz. Festejemos, por lo tanto, esta propuesta práctica de fomentar el hábito de la lectura en los horarios de la cotidianidad laboral, pues funcionan de martes a domingo, de 10 de la mañana a 7 de la noche, con un mínimo requerido de cuatro horas de servicio por jornada.
Ahí donde la lectura se vuelve cotidiana, el tiempo adquiere nuevamente su dimensión, las tardes se alargan, las personas se detienen antes de cometer un acto de violencia, la alegría se expresa en sonrisas compartidas y el miedo queda circunscrito al texto de horror. 

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