Me equivoqué gacho en mis apreciaciones (pre-juicios) sobre lo que iba a encontrar en Uruguay.
La famosa depresión uruguaya es un producto de exportación y de explotación para la producción artística. Se es deprimida para filmar una película o escibir un poema. Es un sine qua non de la creatividad uruguaya, aunque admite ser sustituido por el intimismo, la sinteticidad o una liviana ironía. Nada que ver con la opresión.
Montevideo es una ciudad tranquila, no neuróticamente ordenada y constreñida como Santiago; los uruguayos son despeinados, sonrientes e informales, las uruguayas se ríen y visten como se les viene en ganas. Nada puntuales, comen pizza de garbanzos y beben grapa con miel en las noches de candombe. ¡Una ciudad donde se puede salir, bailar y estar con las amigas y amigos sin tener que gastar!
Además es bella. No grandilocuente como Buenos Aires, tiene hermosas bibliotecas, bares históricos, una escuela de grabadores extraordinaria y dirigida por mujeres desde su fundación en la década de 1920, murales de colores definidos y una calle desde la cual puede verse el mar/río volteando la cabeza hacia la izquierda y hacia la derecha. Andar en bicicleta es libertario, caminar en las ramblas ante el río/mar (¿es mar, es un río? la desembocadura del Río de la Plata sólo te ofrece una duda sobre su horizonte), un placer.
Montevideo son muchachas defendiendo el uso de las bicicletas. Son tardes de sábado con comida en la calle. Son organizaciones de cuerdas de tambores.
Helena y yo vagamos felices con Yanín y Alan, hacemos baile y filosofía de café (sí, en el café Brasileiro, fundado en 1877). Tuve el placer de reabrazar a Melba Guariglia y encontrarme con su actividad de poeta y editora, la casa de los escritores en el mercado de la abundancia y sus piedras ante el mar donde sentarse hasta sentirse asaltada por la inspiración. Tuve la alegría de reeencontrarme con Raúl Zibechi y mirar su bella cara haciéndose preguntas inteligentes.
Sí, Montevideo es una sorpresa agradable.
Además a mí un país me entra por los ojos. Es su pintura y no su música la que me queda grabada. Ir a un museo de la plástica moderna y contemporánea me es infinitamente más placentero y entrañable que un concierto. Sí, amé que Uruguay nos recibiera con un candombé en plena calle del barrio Palermo, pero empecé a gozar Montevideo por el Museo de Arte que está en el parque Rodó. La Paraguaya, pintada en 1879 por Blanes, me habla de una estética que no puede sino acompañar un sentimiento compasivo hacia la derrotada, aquella que confronta no sólo la muerte de lo amado, aún del amado, sino la responsabilidad, la fatiga, el desamparo de la reconstrucción. Los retratos de Carlos Federico Sáez me explicaron que ese sentimiento compasivo no tiene porque vivir de la falsificación de la realidad y los paisajes y las escenas de vida callejera de principios de siglo XX de Pedro Figari me hablaron de la intima complacencia con el propio modo de ser nacional.
A mediados del siglo XX, el uruguayo Torres García, el que pintó a Nuestra América de modo que nuestro norte fuera el sur, regresó después de año de vagancias y éxitose intensas búsquedas expresivas por Cataluña, Nueva York y Francia a Montevideo donde se hizo cabeza de una entera escuela. Sus increíbles historias, construidas hasta dar con un estilo propio de la región sur de Nuestra América, un estilo de colores planos, no matizados, en ocasiones contrastante por su propia totalidad, focalizan la luz hacia su centro y magnifican las dimensiones geométricas de la proporción áurea que Torres García buscó como equilibrio. Sus concretas abstracciones, concretas porque claramente identificables, y abstractas porque reducidas a la mínima expresión de lo que es un ser o una cosa, son juguetes amorosos de un mundo que se pretende mejorar y, por ello mismo, empieza a ser mejor.
En la década de 1960, y hasta el golpe de estado, la plástica uruguaya tuvo exponentes de una calidad incuestionable y propositiva, así como una escuela de gráfica digna de su intercambio con la mexicana. Juan Ventayol y su abstracción gris cruzada por símbolos de lectura fácil aunque estilizada; Agustín Alamán y sus texturas de tierras arenosas; Américo Spósito con sus negras pinceladas matéricas; Jorge Damián y la fuerza de sus rojos de fuego en la oscuridad del horizonte, sus azules sobre tierras, sus tierras dentro del alma humana… No sólo experimentaron con materiales densos, sino le dieron un peso al malestar y a la esperanza. Hasta la actualidad, donde la austera maestría de la pintura bí-croma de Javier Bassi y sus trazos dan paso a la in/visibilidad de las rendijas y las huellas que el gesto pictórico entrega a todas y todos como ventanal para conocerse.
De Colonia:
A Montevideo:
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