LA PIEDRA, LA CIRCULARIDAD DE LA VIDA Y EL PLACER DE CONSTRUIR JUNTOS. UN ACERCAMIENTO A LA ESCULTURA DE GONZALO CARDOZO ALCALÁ Y SU FAMILIA DE ARTISTAS
Francesca Gargallo
La pintura más famosa de la Casa de la Moneda de Potosí es una representación anónima del Cerro Rico como virgen dadivosa, a los pies de la cual se prostran desde Carlos V hasta un papa, un cardenal y un obispo. El anónimo pintor del siglo XVIII que la realizó con maestría, entre monarcas y prelados pintó una gran bola blanca, el orbe quizás, ya que en ella dejó plasmada la huella de una ciudad. Cuando vi el cuadro sentí, de inmediato, la doble, fuertísima raíz que tiene en la plástica del altiplano el escultor boliviano Gonzalo Cardozo Alcalá, quien vive y trabaja en Oruro.
Si por un lado su trabajo escultórico tiene en la contundencia de la piedra una obvia influencia de una de las culturas de mayor duración en los Andes centrales-la cultura Tiahuanaca, que entre sus orígenes y su decadencia marcó 2700 años de estética, gobierno y saberes-, en la pasión por los círculos, en la búsqueda de una esférica perfección interrumpida por la realidad de lo mineral, los accidentes de la tierra, la violencia telúrica, se inscribe una propuesta redonda y dialogante, capaz de incorporar la triste historia de la colonización y destrucción de las culturas originarias, sin rendirse ante ella, sino apropiándosela.
Con su esposa, la ceramista María Velásquez, y sus cinco hijas, todas y cada una dedicadas a una búsqueda propia en el mundo de la expresión creativa, desde la pintura a la música, desde la fotografía a la literatura, Gonzalo Cardozo Alcalá ha venido forjando un universo de expresiones que se condensan en un arte pétrea atravesada por saberes familiares –es hijo de un carpintero que le heredó una tremenda habilidad de transformar los materiales con las manos y su fantasía-, investigaciones –se ha acercado a la herrería con una pasión de alquimista- y una dedicación a la técnica sutil que le permite redondear cualquier piedra que se encuentre en el camino. La delicadeza está en las ideas que recorren sus expresiones.
Ideas profundamente ecológicas, si con esta palabra puede expresarse la antigüedad de un sentir que reproduce en el círculo la continuidad entre la vida mineral, la fuerza del viento huracanado, el correr del agua y el vientre fecundo de una tierra que contiene y protege a las semillas que nos alimentan. Los cuatros rumbos de los caminos que salen del centro que somos, bien pueden ser cuatro bolas que ruedan sobre la tierra, o la representación del agua estancada y fecunda en un contenedor de vidrio que va llenándose de algas y microrganismos, o unos estandartes metálicos que sostienen los círculos alrededor de los cuales el viento va a cantar. Ideas que no dejan jamás de reunir a la familia Cardozo Velasquez con el mundo, amalgamarlo en su expresión única y múltiple a la vez. Al lado de las cerámicas muy realistas de María, una de las pocas esculturas no abstractas de Gonzalo: una marcha de hombres soles y mujeres lunas enhiestas, un homenaje a los miles de mujeres y hombres que han trasformado en sentido humanista la historia de Bolivia con su desplazarse por largos caminos para manifestar sus sentimientos y darle nombre a sus derechos.
La casa de este escultor y de esta ceramista con sus hijas es, además, un ombligo, un punto de encuentro que alimenta el alma de sus visitantes. Al fondo de la calle de Junín, tras pasar por el amplio mercado de comida, muebles, tejidos, artesanías y productos de lo más variados, su casa de adobe es un museo y un rincón de paz a la vez.
Llegué cuando María se estaba preparando a presentar sus obras a un grupo de escolares. Me colé entre ellos, pero Gonzalo me detuvo: “Y tú ¿de dónde vienes?”, me espetó y cuando contesté que viajaba desde México y por tierra, se nos abrió el apetito de conocernos. Terminé comiendo con la familia, viendo como entre todos los sentidos Gonzalo no olvida el olfato y quema ante una escultura que ha erigido en el patio central de su casa, una escultura de piedras que se acoplan, circulares y accidentadas, con múltiples reciclajes y presencias: el agua de grifos recuperados de casas y minas abandonadas, el viento sopla y hace girar una estructura metálica y ligera digna de un Calder, crecen a sus pies semillas en la tierra. Ahí, en un hogar levantado sobre una estructura metálica muy tenue, Gonzalo quema hierbas y maderas perfumadas para que el fuego sea amigo y alegre nuestras vidas.
Bien podría decirse que el enorme taller que es su casa, o la casa que es un gran centro de producción artística, permite ver cómo es la vida de esta familia de artistas que al creer válida la propuesta de cada una/o de sus miembros, se convierte en una propuesta antipatriarcal y antimisógina en sí. El mismo Gonzalo agradece a la vida haberlo puesto ante el hecho de ser padre de cinco hijas y haber tenido que preguntarse por qué en su cultura se anhela a un hijo varón, qué idea de dominación se esconde en esa tradición de preferencia masculina que, en los hechos, es antifemenina.
Entre los libros de su nutrida biblioteca, me encontré con una importante presencia de la literatura boliviana contemporánea. En su sala, una recogida pinacoteca familiar, con obras de casi todos los contemporáneos/as y maestros de Gonzalo y María, obtenidos en regalo, en intercambio o comprados, y expuestos a la mirada de la población e Oruro, suena la música del grupo de 11 mujeres que conforma el conjunto “Sagrada Coca”. Estas músicas, con una destreza extraordinaria para sus instrumentos de viento y percusión, desafían la falsa tradición – en realidad, imposición- por la que las mujeres no pueden tocar los instrumentos tradicionales andinos, siendo aceptadas nomás como bailarinas en los rituales por la tierra.
Con esta disposición para la vida, no es casual la representación de la madre naturaleza y el erotismo de la existencia, en la telúrica representación circular de la piedra que Gonzalo Cardozo inserta en movidas estructuras metálicas: Illapa, un cono vacío de metal, en el que como células se extiende el ADN pétreo de la tierra misma; Pachamama, embarazada estructura metálica de la feminidad llena; los diversos “árboles” cuyas ramas son manos que sostienen la estructura mineral de bolas reconocidas en las piedra recogidas en los diversos paseos alrededor de Oruro y en otras geografías bolivianas; Que la Comida Alcance para Todos, un platón de hierro forjado en el que se extienden bolas de todos los colores, distribuidas de manera tal que cualquier mano pueda recogerlas….
Y, claro, podría seguir hablando de escultura que combinan de más formas esta circularidad y las demás expresiones geométricas de la realidad: Cuadradura de la esfera, o Chachawarmi, literalmente “hombremujer”, dualidad primaria de toda la ontología americana, donde en un rectángulo de metal descansan dos bolas pétreas finamente pulidas, de igual tamaño y totalmente diferentes entre sí, pero perfectamente iguales.
Pero no creo que sea describiendo una a una las obra de Gonzalo Cardozo Alcalá que logre ahondar más en su personalísima y familiar estética. Hay algo en los nombres aymaras, sagrados y físicos de sus hijas que pertenece al mismo espíritu que le hace llevarse a la nariz una piedra y olerla hasta empezar a trabajarla: Nayra, la mayor es los ojos de su madre y de su padre, música, arquitecta y fotógrafa, Wara, la estrella de un firmamento que soy incapaz de reconocer y que me sobrecoge en las noches del altiplano, es maestra y escultora, Tani es la flor sagrada de su pasión por la música y la pintura, Lulhy, una cariñosa y joven representación del colibrí que es todo corazón, es pintora como su hermana Kurmi, el arcoíris, quien agarró el pincel desde que tenía dos años.
Sí, la escultura de Gonzalo Cardozo es una reconstrucción del mundo en un espacio que es todas las palabras: se reconoce en la música de las esferas que sostienen la carne y el alma de la tierra.
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