DE TEMUCO A NEUQUÉN Y MÁS ALLÁ
La neblina cae de repente sobre el bosque ocre y gris, donde el borde de castaños da la entrada a un mundo de encinas, araucarias, pinos solemnes, alerces e invasores eucaliptos, atravesados por zarzas espinudas de moras. Los días de otoño brindan sorpresas, no son como los sabidos días de invierno: de repente dos tres tardes de sol, una mañana de calor, la luna que deslumbra cuando se va la lluvia. El otoño el melancólico no trágico, es enamoradizo y tímido, húmedo, brumoso, nunca helado.
Chile tiene cuatro estaciones muy claramente definidas. El otoño es una de ella, la preferida de mi amigo Elikura Chihuailaf, el poeta. Y tiene estrafalarias bandadas de loros gritones, verdes, marulleros como adolescentes centroamericanos en un paisaje entre normando y americano, unas tardes que huelen a chimenea y a pan recién horneado, volcanes activos y nevados, fundos de miles de hectáreas que no se sienten amenazadas por ninguna reforma agraria, un orden de estado obsesivo y controlador que exige a una persona registrarse para definir quién es (no se es reconocido mapuche si no se está inscrito en la Coordinadora Nacional de Desarrollo Indígena, por ejemplo), una propiedad privada exasperada, una gentileza asustada.
Saliendo de Temuco donde me encontré con las Mujeres Acacia, un grupo feminista que se siente convocado desde el placer y el arte y se define abiertamente anticapitalista, un día fuimos a visitar la comuna de Vicún, donde 24 mujeres se han organizado aprovechando los recursos de la región, para aprender a expresarse y hacer comunidad a través de la producción de esas artesanía que les gustan, que las entretienen y que les dan un ingreso cuando las venden. Con sierras y gubias carpinterean y esculpen la madera, con barro y lozas partidas se divierten reinventando las formas del mundo en pequeños mosaicos, con el ganchillos tejen carteras y canastos de las bolsas de plástico que recortan.
Por supuesto que al volver a la ciudad, volvemos también a la represión policial en acto. Ahora son unos 2000 muchachas y muchachos reunidos en el centro de Temuco, ellas y ellos también defendiendo una Patagonia sin represas y exigiéndoles a Hidraysén que no inunde 6000 hectáreas ni corte el fluir del agua ni desplace a la gente para instalar una hidroeléctrica sobre el río que considera de su propiedad (como si algo o alguien pudiera tener propiedad del agua, que es de todos y todas, plantas, piedras, humanos, animales). Muchachas y muchachos también golpeados, arrastrados por el pelo, mojados y apresados por los carabineros sin que medie de su parte ninguna acción violenta. En Chile la dualidad tiene muchas acepciones, la dualidad de la represión, ordenadora y brutal, controladora y fiscal.
Y tiene la dualidad de la ternura. Lo sabemos cuando Elikura nos invita a pasar con su hijo dos días de otoño pleno, luminosos y brumosos según las horas, al pie de los cerros Huereres, en la falda de la cordillera de los Andes, al lado del lago Colico, en la casa donde su abuelo le enseñaba a mirar las estrellas y su padre a trabajar la tierra, y donde hoy viven su madre y su hermana. De esta tierra se dice que es cinco veces pura, pero en la ciudad más cercana, Cunco, la actividad primordial es la tala maderera. Elikura es un poeta de la añoranza y la presencia, nieto de un lonco y amigo de la palabra que va y viene y nunca se estanca dándole agua al molino del diálogo; él nos confirma que es la oralidad lo que necesitamos rescatar para que las formas del saber propiamente americano sean respetadas en la geometría de una educación no opresiva y, sobre todo, no hegemónica.
Y las horas pasan tranquilas, inteligentes, entre cuentos, reflexiones y silencios. Un tiempo de otoño y de bosque.
A los tres días tomamos el bus para Argentina. Vamos por el camino de Pucón, por neustra amiga peruana que ahí se enamoró, pasamos por Katripulli, en honor a los recuerdos infantiles de la feminista mapuche marcia Quirilao, cruzamos el parque nacional del volcán Villarica, pasamos por bosques de Araucarias, torrentes cristalinos y no por ello menos embravecidos. Nos damos cuenta de que estamos en Argentina, porque empezamos a ver más gente a caballo. Es bello darse cuenta que entre un país y otro no hay verdaderas diferencias que no sean las de la costumbre.
Vamos plenas de palabras, nos revolotea la poesía y nos sostiene el sabernos amigos. La cordillera nevada brilla a la luz tenue de la tarde y, luego, resplandece en la noche brumosa atravesada por la luna llena y los faros del bus. La belleza va del ayen al ayon como dice Elikura, de la ternura del corazón a la ternura del espíritu. Pienso en Gustavo Cruz y en su insistencia de una estética de la liberación para nuestra América y me digo que la belleza en sí es dual, como dual es lo positivo de la ternura y la melancolía del otoño.
Luego viene la Patagonia andina, San Martín de los Andes, los lagos, un pueblo mapuche vestido de guacho. Hablamos de aguas, de cultivos, de la agricultura ecológica que puede darse en zonas tan frías y que atañe una fruticultura de grandes extensiones. En Argentina nos encontramos con ideas fuertes: la que la identidad nacional, sea mestiza que indígena, tiene que ver con la situación política general y, más en particular, con las políticas sociales, los apoyos o los abandonos del poder central.
Cuando llegamos a Mendoza, Estela Fernández nos pone en contacto con Diego Escolar y su extraordinario libro Los dones étnicos de la nación. Identidades huarpe y modos de producción de soberanía en Argentina (Prometeo, Buenos Aires, 2006). Tenemos mucho que aprender. Además en su casa, cereza sobre el pastel está mi amada y admirada Rita Laura Segato. Placer de la inteligencia, razón de los afectos.
Un poco de fotos para su disfrute:
Un poco de fotos para su disfrute:
San Martín de los Andes.
Las fotos son fabulosas, al verlas también disfrutamos del viaje.
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