El viaje es un estar en el tiempo suspendido.
Es un desplazamiento en la tierra que implica la suspención de la cotidianidad organizada para la producción de un modo de vida. Es un irse, y como tal se asemeja al sueño, al orgasmo o a la muerte.
Al haber vuelto de La Paz a México de la forma en que lo hicimos: de un viaje por tierra a treinta horas de avión cambiando de aeropuertos para llegar a tiempo al funeral del padre de Helena, de nuestro constante deseo de abrirnos al conocimiento de lo que sin tiempo largo no puede conocerse -las formas de organizar la agricultura, la construcción de las cocinas, los ritos de la oralidad- al obsesivo desplazarse de una adolescente por las calles urbanas caminadas por un padre que se le ha ido, al volver como lo hicimos el tiempo suspendido del viaje se nos ha prolongado en el estar en la ciudad de siempre.
Nuestra actividad por seis meses había sido viajar y escuchar, mientras ahora en la Ciudad de México vivimos el extraño privilegio de no tener que hacer nada en particular. Así tenemos tiempo de sentir, quizá demasiado. Yo no tengo trabajo, Helena no tiene escuela. Nos dedicamos a ir a terapia, a caminar, a ordenar las cosas de su padre y yo a ir a escuchar a profesoras e investigadoras en la UNAM. Nos reencontramos en espacios compartidos. Empezamos a recuperar y darle tiempo al amor por otras personas.
En el aeropuerto de La Paz, por esas casualidades significativas de las que está sembrada la vida, y por uno de esos actos de control sobre los propios tiempos y emociones que no pueden llevarse a cabo, compré un libro de Giorgio Agamben, Lo abierto, traducido y editado por la argentina Adriana Hidalgo en 2007. Leer a Agamben era una deuda que tenía con mi buena amiga Pilar Calveiro, colega más que admirada, quien encuentra en las ideas de Agamben muchos motivos con los que sustentar sus investigaciones sobre la prisonía, la violencia controladora, la represión de estado que caracterizan la sociedad contemporánea. Como Agamben, Pilar Calveiro se atreve a buscar los puntos de escisura que construyen los arranques de las posiciones fundamentalistas de nuestro quehacer contemporáneo.
Creer que yo pudiera, en medio de la suspensión del sueño y hundida en el dolor de mi hija, leer a un filósofo tan difícil era parte de esa pérdida del principio de realidad que nos acompaña en la confusión de los sentimientos. Pero lo intenté.
Abrí por lo menos una docena de veces las páginas de un libro cuyo primer capítulo se titula nada menos que "teriomorfo" y discurre sobre la miniatura de una Biblia hebrea del siglo XIII en la que los justos, en el banquete mesiánico, son representados con rostros de animales. No pasé de las primeras tres páginas en diez días: me dormía, me ponía a llorar, o suspendía el pensamiento en la plena conciencia de que no estaba entendiendo nada.
Sin embargo, yo venía de una experiencia de confrontación de mi propia formación como filósofa en una universidad europea, la de la Roma de finales de los años 1970 (me licencié en Filosofía de la Historia en 1979), y en una occidentalizada universidad mexicana, la muy libre Universidad Nacional Autónoma de México de los años 1980. En los últimos años de mi vida, y a pesar de estar enseñando en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, donde creí que era posible practicar a nivel superior los principios de la escuela activa, la crisis con mi formación se fue profundizando. En los últimos dos años llegué a pensar que todo lo aprendido conducía sólo a enfermar mi cuerpo (entendiéndolo como mi único instrumento de vida), pero que la vida sin conocimiento y construcción de instrumentos para el conocimiento no era tal.
El acercamiento a las formas de acceder al conocimiento de los pueblos Mixe, en México, y Nasa, en Colombia, así como a la idea zapoteca de que hay una ontología del cuerpo que se inscribe en la lengua que nombra el cuerpo como vehículo de la palabra, del ser, del decirse y del trascenderse (aún en el sentido de salirse de él) en la relación con lo animado y lo no animado, del ser que es en cuanto hace y deja de hacer en relación con lo que está en la misma relación, pero desde un ser distinto y comunitario (la piedra, el animal, la vegetación, la otra persona, la persona del otro sexo) me han llevado a este viaje último de seis meses, que anhelo reemprender y del que tengo miedo porque va a implicar una lejanía temporal con mi hija, quien no quiere volver a viajar aún.
Durante seis meses, con Helena y su pasión por lo visual, que se expresa en dibujos y fotografías, hemos intentando reconstruir y agrupar formas de pensar de las mujeres de los pueblos de Abya Yala desde algo que no eran los presupuestos (o "fundamentas" muy bien desconstruidas por el filósofo Horacio Cerutti) de la modernidad emancipada: principalmente la idea de liberación individual, y la anterior construcción de la idea de individuo.
Adonde habíamos llegado lo sabremos sólo cuando este viaje vuelva a andar.
Por el momentoe stamos en al suspención de la suspención.
Y entonces yo leo Lo abierto de Giorgio Agamben. Paso los ojos por su reflexión sobre el hombre (así en masculino y, de hecho, dando pie a una reflexión muy masculina, donde las mujeres en la lectura que él hace de Walter Benjamin pertencemos a otro tipo de humanidad, no la que se libera, sino la que es instrumento de la liberación del otro, hasta que nosotras también podemos trascender nuestra propia escisión del animal en la satifacción sexual). Me duermo con el libro abierto en las piernas mientras espero a mi hija en su sección de análisis. Y sueño el estadio de superación de la escisión del ser humano construido por la historia y el mito del animal construido por el hombre como un ser sin memoria. Despierto y me pregunto cuál es mi función como historiadora del pensamiento humano, historiadora que a diferencia de mi padre y la gente formada en Roma, como mujer que estudia y se vive desde Abya Yala, ya sabe que la historia o es pluriversa o es construcción agresiva del universo masculino y colonizador, o se abre a muchas formas de aprehender el mundo, para vivirlo en armonía o en conflicto, o vuelve a perpetuar la colonialidad del conocimiento, de la construcción del saber. En pocas palabras, o la historia de América se escribe desde la historia de los 607 pueblos originarios, reconociendo sus derrotas, resistencias, pensamientos, expresiones artísticas como propias, sin escisión entre lo español y lo indígena, entre la gente de razón y la gente de naturaleza, entre esclaviza o explota y quien es esclavizado o se escapa, o seguirá siendo la historia de una colonia que se perpetua en formas diversas.
No es casual que lea a Agamben después de haber conocido a Aníbal Quijano en Lima. Quería conocerlo desde hacía tiempo. Me gusta encontrarme con las personas cuyos escritos me abruman e interesan. Le pedí de todas las formas a mi querida Rita Laura Segato que le pidiera permiso para darme su número de teléfono. Y don Aníbal Quijano como persona me sorprendió y agradó tanto como sus escritos contra el racismo, es afable, guapo y de palabra viva.
Hoy termino de leer Lo abierto y me encuentro con que la historia de los pueblos originales es a la historia de la colonia lo que la vida animal a la humanidad occidental: la construcción de una escisión que sólo la satisfacción sexual puede remontar.
Me rio. En muchas ocasiones les he dicho a mis estudiantes que las razas no existen pero que el racismo actúa porque es el resultado histórico del desenvolvimiento de la construcción de una idea. Si hubiera razas, en sentido biológico, los seres humanos no seríamos, todos, absolutamente todos, interfecundos.
En efecto, después de leer Lo abierto me queda la idea que la satisfacción sexual corta el vínculo del ser humano con "su" misterio, el que ha construido escindiéndose de lo animal, el que ha construido en la historia y el mito, haciendo que lo devuelva a la naturaleza y, a la vez, la trascienda así como la ha construido.
La satisfacción sexual es siempre dialogal, se logra con otra/o, pero nos hace conocer.
Por ello la sexualidad da miedo y para vivirse necesita de confianza, tanto de otorgarla como de construirla. En el cuadro de Tiziano que Agamben observa, y que hace años yo también pude ver, en efecto hay suspensión, hay tiempo, hay placer gozado que devela, vela y no le importa, porque los amantes están satisfechos y en su satifacción el ser humano es animal y humano y nada de ambas cosas, porque ambas cosas son construcciones.
La satisfacción sexual nos dice que como el lenguaje es un producto de una acción humana y un reenvío a la satisfacción total que todo animal busca en alguna de las actividades por las que vive la vida (como el succionar de la garrapata).
Me quedan muchas, ricas, preguntas:
¿Qué dice que lo abierto está abierto? ¿Qué es lo abierto? ¿Estoy abierta a liberarme del proyecto humano de separarse de la vida animal, de la racionalidad que no es sino dominio de la vida animal? ¿Abierta -es decir libre- a lo posible?
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