Un lago de casi 9 mil kilómetros cuadrados a 3800 metros sobre el nivel del mar influye el clima, la vegetación y la agricultura de sus alrededores por unos 60 mil km2, una región más grande que muchos países centroamericanos. El Titicaca es un transformador impasible, una fuente de vida, un mar interno, con tanto de oleaje y barcos de remos.
Para escapar de la sumisión al imperio incaico, un pueblo rivereño de cultura aymara engendró a Los Uros, las “personas del agua”, quienes fundaron islas flotantes de totora, esa fuerte hierba que crece en las frías costas del norte de Perú y en lagunas y lagos de los Andes centrales. Con la totora, el pueblo que fundó las ciudades de Caral, hace 5000 años, ya tejía cestas para cargar las piedras con que construyó los terraplenes de uno de los complejos urbanos más antiguos del mundo. Con la totora, los Uros de hoy reconstruyen casi a diario sus islas, tejen esteras, amarran haces para dar forma a sus barcos.
Así como la frontera de la costa entre Ecuador y Perú es una frontera física, visible -de un lado hay un pasto verde y del otro el desierto-, la frontera entre Perú y Bolivia es imperceptible. De no ser por un puesto fronterizo a la mitad de una calle y oficiales de migración vestidos de colores diferentes, una podría no percatarse de haber cambiado de país. Puede seguir caminando entre terrazas de cultivo milenarias, escuchar de repente los acordes y sonidos de bandas que se preparan para la fiesta de la Virgen de la Candelaria, que se celebra el 2 de febrero con bailes y diableadas en Puno tanto como en Copacabana, donde señorea la patrona de Bolivia, pintada según la tradición por un principal aymara, Tito Yupanqui, después de que la virgen se le apareciera; hasta puede comer las mismas deliciosas papas, la misma sopa de quinua o de zapallo (calabaza) y esos asesinos de animalitos que se llaman a sí mismos carnívoros pueden seguir devorando cuis y otras bestiolas de tierra y de agua dulce. Una puede… hasta llegar al primer poblado y darse cuenta que sí existe algo distinto, un gesto, una voz segura, una serenidad del lado boliviano que es desconocida en Perú. Hay escuelas con pintas, niñas corriendo detrás de sus hatos de cabras, vacas o llamas que te saludan con un gesto de la mano (de fines de diciembre a marzo las escuelas están de vacaciones), puestos de salud y los mismos buses para todas las personas, sean bolivianas o extranjeras. Los precios también varían, siendo Bolivia mucho más barato que Perú en comida y alojamiento.
Subidas a un barco, llegamos tras doblar una larga península, a la Isla del Sol, una de las muchas islas del Titicaca, donde el sol dejó sus pisadas convertidas en roca, y desde donde según mitos aymaras y quechuas salieron los primeros Incas, o hijos del sol. En frente está, pequeña y verde, la Isla de la Luna. Desembarcamos en el lado norte, y con Helena nos ponemos a pasear entre bahías de arena blanca, casitas de piedra y bosques de eucaliptos. Pronto nos dirigimos por recomendación de un campesino hacia las construcciones religiosas que elevaron al sol los pueblos de la isla en el siglo XIV. Por una hora mientras el sol juega con las nubes en el horizonte, haciendo estremecer a Helena que odia estar mojada al punto de ponerse de mal humor sólo con la idea de recibir lluvia en la cabeza y la ropa, caminamos mirando un lago que recuerda el mar Mediterráneo de mi infancia, verde a la orilla, azul intenso a lo lejos. Muros y terrazas de piedra se suceden unos a otros, bordando la tierra y dejándola dibujada con la perfecta geometría de las construcciones agrícolas andinas. A pesar de que, aunque bajas, las colinas de la isla nos han elevado a 4200 metros sobre la altura del mar, y nos toca caminar despacio para no quedarnos sin aire, nos sentimos bañadas por el placer de estar solas en una naturaleza amiga. Las puertas que permitían acceder a la piedra grande, al altar y a un templo de observación nos ofrecen la posibilidad de volver a sentir ese agradecimiento por lo existente, ese sentir la unidad de la vida que hace tres años vivenciamos en Tibet y que no es religiosa, sino profunda, físicamente espiritual. Tenemos ganas de abrazarnos a las piedras, a la tierra, de seguir caminando. Por la noche, porque todo siegue siendo perfecto, encontramos un cuartito donde descansar tan pequeño que apenas cabe la cama, pero con un ventanal hacia la playa. Nos dormimos como bebés mientras la noche desciende sobre el agua tiñéndola de morado.
Por la mañana desayunamos sentadas en la arena a orilla del lago. Dos barcos de remos se caracolean frente a nosotras, mientras los pescadores lanzan sus redes. Poco después emprendemos la travesía de la isla de norte a sur. Por dos horas caminamos pasando por todos los climas de un verano tan frío como un final de otoño en la bahía de Nápoles. Helena hasta tiene la oportunidad de gruñir y estar a punto de volverse cuando nos alcanza la lluvia y un fino granizo que pone en riesgo los perfectos campos de papa, maíz y flores. Pero pronto vuelve a salir el sol que nos seca en menos de 20 minutos. Seguimos caminando. Desde un promontorio dominamos con la vista el costado este y el oeste de la Isla, al fondo la costa de Perú y la de Bolivia. Cruzamos un par de pueblos devorados por el incipiente turismo, donde por primera vez unos niños nos piden caramelos y dinero; los primeros los compartimos, el segundo les decimos que no se lo vamos a dar porque no han trabajado por él y no tienen por qué pedirlo si sus madres y padres les dan lo necesario. Una niña nos dice que tenemos razón pero que así las han acostumbrados los viajeros.
Hacia el medio día, alcanzamos el templo del sol en el sur. Cruzando la puerta trapeziodal central, en el altar encontramos muchas ofrendas de cigarros y hoja de coca. Dejamos un caramelo de coca y un higo seco, las pocas delicias que nos quedan. Luego nos dormimos en un muelle esperando el barco que nos devolvería a la costa.
Por la noche un bus nos lleva a La Paz. En la terminal central nos espera Gustavo Cruz, alegre y sonriente. Nos vamos por una cerveza, su entusiasmo por estar revisando y estudiando la biblioteca personal de Reynaga se le sale por los poros. Cuando le comento que en Lima me encontré con Aníbal Quijano y que su personalidad, sus ideas, el trato y la interlocución que tiene con estudiantes, colegas, intelectuales e integrantes de redes indígenas de pensamiento me dejaron muy gratamente sorprendida, sobre todo su propuesta de considerarnos entre nosotros, los alumnos-colegas-dialogantes con Horacio Cerutti en México, con nuestra permanente reflexión sobre las formas que toma el pensamiento y la acción en Nuestra América, y su círculo de debate sobre colonialidad, descolonialidad y deconstrucción de la idea de raza en América Latina, como “redes parentales”, a Gustavo le brillan los ojos. Para su filosofía, que se centra en la definición de una estética de la liberación, el trabajo sobre la idea de raza que llevan a cabo Quijano y las personas con quien interlocuta es de extrema importancia. Finalmente nos vamos a dormir. Mañana le hablaremos a Julieta, nos iremos al mercado de las Alacitas, esperaremos a Silvia Rivera. Mañana, hoy La Paz brilla de lucecitas en la noche.
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