Nos hemos subido a un barquito después de haber intentado vanamente entablar una relación con las mujeres Ngöbe que, desde el centro de Panamá se han empujado al norte y hoy viven de un lado y otro de las riberas del Sexaola. Ellas esperan a sus maridos fuera de las cantinas donde los hombres se acaban los salarios de toda la familia en alcohol.
De la ribera de los ríos, nos hemos subido a un barquito para adentrarnos en el Archipiélago de Bocas del Toro. Aquí llegó Cristobal Colón en su cuarto viaje y los poblados e islitas nos lo recuerdan con sus nombres: Almirante, Isla Colón, Isla Cristobal....
Ir a snorkelear por los corales o a espiar delfines en las bahías nos parecen opciones al trabajo muy dignas de tomarse en cuenta. Eso sí, no se bañen donde los delfines se acercan en masa para jugar con ustedes. Ellos son muy lindos, pero están en la bahía porque ahí se encuentra su postre favorito: esas medusas o aguas malas que irritan sobremanera la piel de quien entra en contacto con ellas.
La increible y hermosa fuerza de las mujeres bri bri, su alma amazónica, su machete cortando flores o sembrando las milpas, los bananos, la construcción han dado paso al pueblo que vive al lado de sus tierras y que habla otra lengua del mismo grupo chibcha, el pueblo ngöbe.
Las ngöbe no se parecen a sus vecinas. No sólo porque usan un hermoso y bordado traje dizque tradicional bordado en la franja inferior y en las mangas, en realidad una falda y una blusa impuestas por una evangelización iniciada hace 400 años por los franciscanos, que les da un aire sumiso y recatado. No se les parecen porque no sienten mucho orgullo y alegría por ser mujeres.
En pocas culturas como en ésta es tan abierta y visible la práctica de intercambiar entre hombres a las mujeres allegadas como bienes necesarios para la constitución de un sistema matrimonial de privilegios masculinos.
En Nuestramérica existen alrededor de 670 pueblos originarios a los que pertenecen uno 35 millones de mujeres y hombres. Eso significa que hay por lo menos estructurados 670 sistemas de sexo-género. Si bien, a la larga, todos han asumido características misóginas aprendidas de la cultura hispánica, en particular a través de la evangelización cristiana que ha impuesto la filiación patrilineal y las ideas de virginidad y fidelidad de las mujeres, en algunas sobrevivien elementos más antiguos, que hacen que la vida de las mujeres cambie drásticamente entre los pueblos que tenían una alta valoración de las mujeres y aquellos que sólo las consideran bienes de intercambio.
Entre las mujeres Ngöbes, también conocidas como Guaymies, las relaciones de parentesco ritual se sostienen en el matrimonio poligámico.
La Ngobe es la única comunidad indígena que conocimos que practica la poligamia. Cada hombre adulto tiene dos, tres o más mujeres. Si alguno se ha casado con una sola, es por pobre y por no ser dotado para trabajar, ya que un hombre se casa con las mujeres que puede mantener. Por supuesto, a los caciques esto les gusta mucho...
Para los hombres ngobe, la poligamia es la forma ideal de matrimonio, pues se vincula con su status social y económico. Un hombre con varias esposas es considerado próspero y de gran calidad social.
Su primer matrimonio es por lo general fruto de una relación de intercambio de hijas casaderas que su padre entabla con otra familia.
Los padres de cada familia aceptan intercambiar a sus hijas para que se casen con los hijos de la familia recíproca. Un hombre cuyo hijo ha cumplido veinte años, se acerca a otro jefe de familia ngobe o guaymí a pedirle una hija como esposa para el suyo; la aceptación involucra su disposición a otorgar una de sus hijas en matrimonio una vez pasada la pubertad.
Las esposas subsiguientes, por el contrario, un hombre las consigue ya en la madurez, ofreciendo una hermana u otro miembro femenino del lado materno (una prima o una tía joven) de su familia al sistema de intercambio. El compromiso se formaliza con regalos y relaciones parentales o de amistad entre las familias. Entre el hombre y su esposa más reciente puede haber una gran diferencia de edad, lo cual se traduce a veces en divorcio.
Al pasar los años, los hombres haciendo uso de las prácticas poligámicas, comienzan a buscar niñas más jóvenes para que sean las que lo acompañen en su vejez y sustituyan a las mujeres mayores, a las que desplazan cuando envejecen.
Al morir un hombre con una o varias esposas más jóvenes, su hermano u otro miembro masculino de la familia las hereda. Las mujeres deben aceptar esto y servir al heredero como si fuera el marido inicial.
Las mujeres que componen como esposas una familia poligámica, pueden llegar a tener buenas relaciones entre sí, apoyándose en las labores y en la crianza de los hijos, como competir y llevarse muy mal. Si el marido es rico, tiene varios ranchos para cobijar a sus respectivas mujeres y respectivos hijos; si no lo es, dos o tres esposas comparten la misma vivienda con el esposo y los hijos. La mujer mayor ejerce autoridad sobre las otras y dirige la labor conjunta de todas ellas.
Las amigas de la Universidad de Costa Rica me han contado que algunas mujeres se sienten molestas con el sistema de poligamia; conmigo las ngobe no quieren cruzar palabra. Sólo me dicen que esperan a su marido. Están fuera de una cantina donde varios hombres beben y hablan pocas palabras entre sí. Si lo hacen en español, lo cual es raro, me entero que platican algo de sus hijos. Nada más. Si yo formulo una pregunta directa, bajan la cabeza y se encierran en el mutismo, jalando a los hijos a su alrededor. Es Mónica Quirós la que me ha contado que la queja más recurrente es porque, a veces, el hombre abandona a la mujer por una mujer más nueva y la deja con una carga de niños. Además se dan frecuentes peleas cuando una mujer no quiere compartir al marido con otra mujer, volviendose enemiga de la otra. Esgrimen miedo a contagio de enfermedades sexuales así como su derecho al divorcio.
La mujerngobe que se divorcia debe salir de la casa, llevarse a los niños y volver a entrar en las dinámicas del intercambio familiar, facilitando que varios hombres sean polígamos temporalmente.
Yo insisto en preguntarles qué están haciendo. Ellas vuelven a negarse a mis preguntas. Quizá les teman a sus maridos, puede ser que lamentarse de la violencia económica y la sumisión sea una traición mayor que ponerles los cuernos.
Sin embargo, hay algo, algo: un gesto de placer, una sonrisa de bienestar, que siempre me ha sorprendido en los rostros de las mujeres enamoradas. No importa si sometidas como las ngöbe, si atrevidas como las bri bri, si religiosas como las menonitas, si acostumbradas a la obedieciencia como la mayoría de las mestizas, cuando una pareja se encuentra abrazada, las mujeres aparentan una felicidad tan grande como los hombres.
Sé que el amor romántico es una trampa, que la mayoría de las veces cuando una mujer se enamora termina pagando un alto precio por la expresión de su deseo de ser amada, y que no hay una caricia pública que perdure, no obstante, en todas las culturas americanas, originarias o transplantadas, la manifestación del cariño inicial en las parejas heterosexuales, es un acto permitido, recurrente, que revela un placer que trasciende (o incluye a todas) las construcciones de los sistemas de género
Hoy volví ver ese algo en el bus que nos llevaba de Almirante a David.
Una pareja ngöbe iba sentada detrás de nosotras, estaban abrazados: en el rostro de la mujer se leía una serenidad sin miedo, un placer de estar cerca del hombre, de fundirse en un abrazo con él que se parecía muchísimo a la cara de ensoñación de él. ¿Ese algo sólo existía porque ambos conocían las reglas de su cultura y su abrazo no las ponían en juego? A final de cuentas, toda heterosexualidad se encuentra normativizada. ¿O hay en la expresión amorosa un algo que trasciende la construcción de género?
Mejor renunciamos a investigarlo y nos tomamos otro día de vacaciones
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