domingo, 24 de octubre de 2010

De Kuna Yala a Cartagena

Hay momentos en que el contacto total con un elemento natural me abstrae del tiempo. Frente al mar, apoyada en el palo del foque puedo tener nuevamente 19, 27, 33 o 46 años, como cuando en la montaña de repente el aire me destapa los pulmones en un esfuerzo que no siempre estoy dispuesta a enfrentar. El placer del cuerpo: placer de movimiento y de quietud, placer solitario que sólo, de repente, algún acompañamiento muy íntimo puede subrayar.

Helena se ha acercado, me roza con los labios un hombro y se va. Plenitud. El sol ha surgido por detrás de una de las más de 360 islas del Archipiélago de San Blas, en la tierra autónoma del pueblo kuna –Kuna Yala- y el catamarán en que viajamos ha dejado Chichimé, cruzado frente al puesto que en la década de 1920 los panameños intentaron imponer para el “control nacional de un pueblo bárbaro e incivilizado” –El Porvenir, un nombre que de por sí solo era un programa de desarrollismo nacionalista- y frente a varias islas donde tres o cuatro familias viven en casas de palma hasta que, dos veces al año, se reúnen en el Congreso Kuna o si muchas niñas crecen se van de fiesta para santificar la pubertad de una muchacha.
El destino de nuestra travesía por el archipiélago es  Maokí, también conocida como Cayos Holandeses, uno de esos atolones donde en los siglos pasados los kunas firmaron sus volátiles pactos con algunas de las potencias piratas con quienes diplomáticamente apuntalaban su autodefensa de los españoles. Hermosa isla en su atuendo de cocotales.
Desde hace unos tres meses el Congreso Kuna reunido en Cartí ha prohibido la venta y el consumo de cervezas en Kuna Yala. Lo han pensado bien. Si los narcos colombianos hacen llegar pacas de coca a las playas de Kuna Yala para atraer a los muchachos a sus redes, la resistencia kuna, que siempre ha sido una resistencia contra toda infiltración extranjera, misma que amenaza a los dos tesoro del mundo, la madre Tierra y las Mujeres, la resistencia kuna, pues, va a impedir el consumo de cerveza que acompaña el placer de la coca. Sin cerveza la coca no sirve, los muchachos no la recogerán, la cultura va a estar a salvo de traficantes, asesinos,  violadores y taladores, es decir de los extranjeros. Los Kunas han reaccionado siempre así. El derramamiento de sangre no les gusta, la sangre de las heridas contamina la tierra, las personas y las vidas. Recurren a un levantamiento en armas sólo si no les queda otra opción. Prefieren no oír, desobedecer sistemáticamente, desconocer al mundo waga, extranjero, blanco. Intentan en un primer momento que toda imposición que venga de fuera se muera por inanición, por no utilización, por rechazo. Así a principios del siglo XX, antes de levantarse en armas en 1925, intentaron no ir a la escuela, pisotear la bandera panameña y bajarla de los palos, no saludar al presidente cuando fue a verlos, negarse al español. Pero cuando Panamá les impuso la música de fox trot, la escuela primaria, un vestido, intentó civilizarlos quitándoles las narigueras y los adornos de brazos y piernas a las mujeres y validando los matrimonios mixtos, no les quedó de otra que matar a todos los intrusos.
Celosas de sus costumbres, las mujeres kunas no hablan fácilmente con las extranjeras. Me voy a ir, quién soy para ellas. Tienen razón, qué ganarían de interactuar conmigo. Pero tampoco me corren, puedo estar sentada a su lado mientras cosen sus molas, bordados de superposición de telas que se traducen literalmente como “vestido” y que constituyen la parte central de sus blusas. Les miro sus hermosas narigueras de oro. El oro está en la madre tierra, es su parte resplandeciente, así puede estar en el cuerpo del ser humano para hacerlo resplandecer. Las veo arreglarse el corto pelo muy negro y hablarse despacio en su lengua de fuerte consonantes. De vez en cuando me dicen algo, que a las mujeres les gusta el pelo corto, que las mujeres aman a sus hijos, que las muchachas como mi hija son un tesoro, que por qué he tenido una sola hija si las hijas son la riqueza de sus padres.
En efecto, me entero después, los hombres son escogidos por las madres y los padres con base en su fuerza y capacidad de trabajo, pactados con las hijas y atraídos hacia el matrimonio para que los padres de las niñas, con los que la pareja va a convivir por muchos años, puedan aprovechar su fuerza y destreza en la pesca o el trabajo agrícola. ¿No que el trabajo es la base de la riqueza? Aquí lo saben desde antes de Marx: no son los bienes acumulables, los que construyen el capital: es el trabajo humano.  
Luego una mujer llamada Lisa, que usa el pelo más largo que las demás, se levanta y nos prepara un rico arroz de coco y un pescado en las brazas, ligeramente ahumado. Se ríe cuando le digo que no como animales muertos. Dice que sólo el pelícano y el cuervo son carnes prohibidas para los kunas. Vegetariana, deletrea, como si mis costumbres alimentarias pertenecieran a una tribu desconocida, extranjera, que no le interesa conocer. Lisa habla muy bien español, es comerciante, cose unas molas hermosas con peces, tortugas -esa Helena la compra de inmediato, tiene pasión por las tortugas-, símbolos de agua y viento, diversos tipos de pájaros, en particular colibríes. Me cuenta muchas cosas, por ejemplo que ella es hija de una familia que no tuvo hijas y que, por lo tanto, al nacer como último hijo su madre y su padre, como es costumbre dada la alta valoración del trabajo femenino y el valor económico de las mujeres como atracción de manos de trabajo, la educaron para ser la mejor de las bordadoras. No se sabe el nombre de su género, pero me recordó mucho a las mushes zapotecas del Istmo de Tehuantepec. Es una mujer feliz. Nos fuimos a bañar en la parte posterior de la isla de Chichimé, donde el agua es bajita y no le da miedo meterse a la mar. Lisa ahora es una dirigente política, encargada de llamar a reunión a los hombres y mujeres de las demás islas cuando se reúne el Congreso Kuna. Ahora que estoy navegando, recuerdo su fuerza, su risa y sus dientes muy blancos.
Los Kunas se caracterizan por dos cosas: no son amigables sin ser agresivos, pues no se interesan en los extranjeros tanto como no quieren que los extranjeros se interesen en ellos, y son políticamente muy finos al apegarse a tradiciones que cambian exclusivamente para su provecho propio. Si eso significa prohibir a todo mundo el consumo de alcohol, así lo hacen. ¿Quieren navegar por nuestras islas? Pues acaten nuestras reglas. Por supuesto ningún extranjero puede construir una sola casa en Kuna Yala. De tal modo el turismo no deja de ser un hecho local: barcos de vela que van y vienen entre sus múltiples barreras coralinas –por lo tanto ningún crucero grande, puesto que las aguas van de un máximo de 57 metros a un mínimo de pocos centímetros de profundidad- y pocos turistas de todo el mundo que duermen en cabañas y se bañan en duchas cerca de pozos (no en todas las islas) que son propiedad de alguna familia de tejedoras y pescadores.
La verdad es que vivir seis días sin alcohol es delicioso. Eso es lo que nunca entendí de mis colegas en México. ¿Por qué la gente cuando va a la playa piensa en comida y en cerveza en lugar de gozarse el mar y los pasos sobre la arena, las brazadas en el mar? De las pocas cosas que no hago con placer en compañía de mis colegas (académicas y feministas en eso son iguales, excluyendo a los y las ecologistas), en efecto, es ir a la playa. Hasta las montañistas mexicanas son más cuidadosas con la naturaleza, la saben ver y apreciar más, gozar hasta el fondo, que las tontas y tontos bañistas. Por ejemplo, odio comer cosas grasosas cuando estoy en el calor y sentir la panza hinchada por la cerveza cuando estoy por entrar al agua. Amo la ligereza del mar.
Nuestro capitán es colombiano, Fabián Arcila de Sailing Koala ( www.sailingkoala.com )  Su barco es la African Queen y trabaja con un muchachito de Cartagena que es un amor. El habla de la mar como de una amante y una salvadora. La cuida. Es capaz de tirarse a nadar si un plástico se le cae por descuido al agua. Lanza las sobras de la comida por la borda y nos invita a mirar como los peces llegan a comérsela. Si tenemos suerte, llegan delfines y bailan a nuestro alrededor. La mar puede salvarnos de la neurosis urbana, de las prisas y las peleas por la fama, el reconocimiento, los dos pesos de más. Pero el mar también nos aísla de cualquier problemática social, para bien o para mal. El mar nos mete o nos saca del alcohol y la coca. El mar nos cura de todo mal o nos ahoga.
Sailing Koala va una vez al mes de San Blas a Cartagena y de Cartagena a San Blas. Por 400 dólares Fabián Arcila te pasea por las islas 5 días, te presenta a sus amigas y amigos kunas, te deja hacer lo que quieres por los pueblos que puedes alcanzar remando y dormir y comer en su velero antes de levantar las velas y llevarte en 36-40 horas de navegación a Cartagena (bueno, si el viento está en contra la African Queen, que es un cómodo y estable catamarán, puede tardarse 80 horas, pero tenemos suerte y la briza empuja hacia el sur).
Los kunas son maestros a través del canto. Como Platón, sus hombres y mujeres de saber reúnen a quien quiera escucharlos cantar sus metáforas y sus historias para ser interpretadas en un lugar público, abierto a todos. Y se pasan las noches escuchando las respuestas de quien antes los ha escuchado. Los maestros son en ocasiones dirigentes políticos, sailas y, con un rango un poco inferior por edad o conocimientos, argan. Los sailas son los que representan a su pueblo en los congresos kunas, pero no pueden tomar ninguna decisión si las mujeres y los hombres de las comunidades isleñas no concuerdan con él. Desde hace unos diez años hay mujeres sailas y no sólo curanderas y videntes.
Para tener este lugar que es de maestro/a, cantador/a y dirigente político/a, las kunas discutieron con otras mujeres y hombres cantando y escuchando y llegaron a la conclusión de que quieren representarse por sí solas, aunque no les tengan ningún reclamo a sus hombres, que por siglos les han dicho que la Madre Tierra y las Mujeres deben ser protegidas de la minería, los diques, la tala, así como de la violación y el abuso. Hombres monógamos, viajeros, dulces con ellas e irreducibles combatientes por su libertad y autonomía. Ahora quieren protegerse solas. Les gusta su vida, su estar en las casas cosiendo; pero también les gusta aprender y para hacerlo, de vez en cuando, hay que ir a estudiar lejos para luego volver. Eso es algo que a los hombres kunas más tradicionalistas les daba mucho miedo permitir, así que los sailas les impedían la libertad de movimiento para protegerlas: nadie quiere ser protegida hasta no poder hacer lo que quiere. Hay mujeres que se han preparado en escuelas y universidades de Panamá y Colombia, pero todas han vuelto. Por lo general, no gustan de casarse con extranjeros. Pocas, muy pocas lo han hecho. Nadie lo recomienda. Sin embargo hubo sailas que ya a principios del siglo XX reconocieron ser hijos de hombres latinoamericanos. Claro, no de madres extranjeras: ser kuna es cosa de tener madre kuna y haber sido educado por mujeres kunas.
Las y los kunas nunca se han convertido al catolicismo. ¿Quién iba a tolerar una religión que les prometía el fuego del infierno y los obligaba a no tomar en cuenta la palabra de las mujeres? El infierno es para ustedes, los extranjeros que creen en él, le dijo un saila al último de los misioneros católicos del siglo XX, un jesuita que desembarcó en Narganá en 1912, el padre Gassó. A los tele –la gente, en lengua kuna- el Gran Padre nos ha dado en regalo lo más hermoso que tenía, su esposa, la Madre Tierra, la Gran Madre.
La mar es la leche de la madre tierra. Nos alimenta, nos cura, mantiene lejos los malos espíritus (los sobrenaturales así como a los y las extranjeras). Nunca hay que hacerla enojar, nunca hay que maltratarla. La mar es como el trino de los pájaros, la leche de la Madre Tierra, la esposa que el Gran Padre nos dio desprendiéndose de ella, un regalo que debemos agradecer todos los días.
Y luego…
Salimos al anochecer. La luna está llena, blanca, tiñe de plata el canal entre las islas y la tierra firme que recorremos para salir a mar abierta. La briza empuja el foque a 8 nudos. La mar canta. La miro, siempre le he tenido miedo y fascinación a la vez. La mar enseña a aprender la confianza, no hay posibilidad de estar segura de ella de antemano. La mar es de una belleza que no tiene comparación y bañada por la luna es la leche de la Madre Tierra que se derrama para curarnos, enseñarnos, llenarnos de belleza y tiempo lento. Claro, la mar también se cobra vidas: hace cinco días ahogó a un muchachito kuna cuyo calzón quedó atrapado en los corales cuando iba a pescar.
Navegamos 36 horas. A la una de la mañana había terminado mi turno de guardia y desperté después de dormir unas tres horas. Las luces de enormes edificios blancos sobre el mar se reflejaban junto con la luz de la luna en la entrada de la boca de Cartagena. Una ciudad nueva, de rascacielos estilizados y lofts de la ola fancy de moda arquitectónica que desde hace unos 8 años impera en toda América Latina (un estilo de vacíos muy caros) se yerguen en las afueras del casco de la antigua Cartagena de Indias construida en 1533 por Heredia y tres veces invadida por piratas en menos de 50 años.
La luna y la noche, sin embargo, son más impactantes que la ciudad y una paz de belleza mixta se instala hasta la madrugada mientras volvemos a dormir anclados en el puerto.




















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